- Los comités de expertos son la manida coartada con que los políticos evitan riesgos parapetándose en el criterio ajeno
Ignacio Camacho-ABC
- «En el nombre de rosa está la rosa y todo el Nilo en la palabra Nilo» (J. L. Borges)
LA fusión de los ayuntamientos de Don Benito y Villanueva de la Serena es una de las experiencias más interesantes, sensatas y razonables de la política española en la última década. Dos municipios colindantes, con más de 60.000 habitantes en conjunto, unificados por votación popular -algo apurada en el mayor de ellos- para crear un relevante polo económico y de servicios a escala regional en una inteligente operación administrativa que no sólo suma masa crítica de recursos sino que la multiplica. Una victoria de la racionalidad frente al arraigo de los prejuicios localistas. Un proceso ejemplar hasta el momento: diálogo, consenso, transparencia, refrendo ciudadano con mayoría cualificada.
Y de repente, esta semana, sorpresa. Frenazo, discordia, algarada vecinal de rechazo al nombre de la ciudad resultante. Un fallo en el diseño por minimizar la importancia de los resortes emocionales en un imaginario colectivo que se construye a base de ideas y sentimientos pero sólo cuaja a través del lenguaje.
Había una comisión constituida a tal efecto. Catorce miembros, paridad entre hombres y mujeres, historiadores, filólogos, escritores; todos extremeños y con decorosa trayectoria de prestigio académico. Y al cabo de tres meses de estudio y debate proponen dos términos alambicados, absurdos, desanclados de la memoria tradicional del pueblo. Fracaso absoluto: el insólito motín nominalista amenaza con poner todo el expediente de integración en un serio aprieto. Una iniciativa bien medida y planificada, cuidadosa en el respeto a las susceptibilidades locales y en la gestión del dinero, a punto de ruina por sucumbir a la moda posmoderna de los comités de expertos, la manida coartada de los políticos alérgicos al riesgo que necesitan el parapeto del criterio ajeno para gestionar una pandemia o para subir los impuestos. Y al menos estos sabios pacenses eran de carne y hueso.
Pero han olvidado que la palabra no es sólo una herramienta instrumental sino una forma de ordenar el pensamiento en categorías jerárquicas y también de establecer vínculos afectivos y relaciones identitarias. No hace falta leer a Aristóteles o a Ockham para saber que a menudo los nombres funcionan como símbolos y que lo que se buscaba en la vega del Guadiana era uno eficaz y sencillo, un título bajo el que los paisanos de ambas poblaciones se sintiesen reconocidos. Esto jamás le habría pasado al nacionalismo, cuya especialidad primordial consiste en su capacidad de inventar mitos a través de significantes de éxito masivo, aunque estén vacíos. «Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemos», dice el verso de Bernardo de Cluny citado por Umberto Eco. No se puede crear un concepto de comunidad sin una denominación que ponga a sus individuos de acuerdo. En el principio fue el Verbo.