ABC-IGNACIO CAMACHO

Estamos jugando con las cosas de comer. Diez por ciento del PIB, casi dos millones de empleos, una docena de plantas

TENEMOS un nuevo problema y no es el bloqueo de la investidura. Mientras la política transita con el motor al ralentí por su habitual ruta de ineficiencia, algunos indicadores de la economía han invadido la zona roja del cuadro de mandos. En el sector del automóvil, por ejemplo –más del diez por ciento del PIB, casi dos millones de empleos directos o inducidos–, los fabricantes están a punto de pronunciar la palabra maldita: crisis. Las ventas se han desplomado en un junio horrible (menos 8,3%) como colofón de un pésimo semestre. Algunas plantas, incluidas las auxiliares y subsidiarias, funcionan bajo expedientes parciales de regulación por descenso de la carga de trabajo, y de continuar el ritmo menguante en otoño comenzarán los despidos en una siniestra cadena que empieza en los componentes y acaba en los concesionarios. El consumidor se resiente de la falta de seguridad jurídica y del temor general ante los síntomas de desaceleración económica, y las exportaciones sufren la incertidumbre del Brexit y de la guerra arancelaria. Comprar un coche es una inversión notable a la que la Administración añade factores disuasorios que penalizan la autonomía del conductor: la persecución al diésel, la limitación de velocidad en las carreteras, el incremento de las multas, las restricciones en el espacio urbano. El nuevo credo ecoprogresista ha embestido contra la contaminación por la parte más débil y más fácil. Un cierto resabio simbólico antimaquinista se mezcla con la inveterada afición de la izquierda a la ingeniería social sin medir las consecuencias sobre una de las pocas industrias convencionales que en España resultan cualitativa y cuantitativamente relevantes.

Hablamos de palabras mayores, de jugar con las cosas de comer. De ocho marcas, veintiocho modelos, una docena de plantas esenciales en el tejido productivo de Barcelona, Madrid, Vitoria, Galicia, Aragón, Castilla o Navarra. De una producción que requiere diseño de vanguardia, I+D, tecnología punta y mano de obra especializada. De una competencia internacional que vive un auge del proteccionismo al que respondemos con una política que desincentiva el consumo interno encajonándolo en un marco cada vez más restrictivo. La pasión por ser avanzadilla del combate climático, la conciencia verde, el entusiasmo por borrar la huella de carbono, son impulsos benéficos y positivos, pero se pueden volver desastrosos si conducen a la destrucción precipitada de la estructura industrial antes de una reconversión racional que minimice perjuicios.

Mark Lilla tiene contado cómo el Partido Demócrata americano se olvidó de las grandes masas de trabajadores fabriles arrojados al paro por la irrupción de la nueva economía. Por eso Trump ganó en Detroit, la antigua meca automovilística, mientras los exquisitos progresistas a la violeta celebraban eufóricos el declive irreversible de la gasolina.