El mundo al revés

Manuel Montero, EL CORREO, 8/10/12

Parlamento, Constitución, Monarquía, elecciones, partidos… de pronto todo está en solfa de forma agresiva. No hay críticas ni sugerencias ni mejoras, sino la propuesta de la hoguera

No era imprevisible, conociendo el autismo de nuestras ideas democráticas, basadas en el ande yo caliente. Aun así, sorprende la contundencia con la que la crisis económica se ha desplazado hacia el cuestionamiento general de nuestro régimen político y entramado institucional. Parlamento, Constitución, Monarquía, elecciones, partidos… de pronto todo está en solfa de forma agresiva. No hay críticas ni sugerencias de mejoras, sino la propuesta de la hoguera. Quemarlo todo, pues abundan los salvadores de la patria con la solución mágica que ipso facto nos devolverá a la felicidad, que será plena: de hacerles caso.

Por lo que se colige, nuestro camino a la dicha seguirá dos pasos. Primero, se instalará la guillotina en las plazas para liquidar a tanto responsable (banqueros, gobiernos, políticos, tardofranquistas, españoles, etc.). Después, una sola medida pondrá todo en su sitio. Bastará para que nos ilumine la luz de la historia. Hay distintas versiones de la medida salvadora, pero coincidencia en que una única acción nos redimirá: un referéndum contra los recortes, la dimisión de Rajoy, un Estado propio, federalizarnos, reformar el Senado, cambiar la ley electoral, proclamar una república que acabe con tanto facha…

Hay opciones para todos los gustos, pero se confía en las ultrasoluciones, que cada cual la identifica con una medida (la suya), de la que sólo se deducirán bienes, sin daños colaterales. No paguemos la deuda, decía un exilustre hace poco. Por la satisfacción se le notaba que creía haber dado no con un dislate sino con la piedra filosofal.

Por lo que se ve, estábamos hartos de nuestra democracia, de nuestra Transición y de tanta tolerancia. Si no, no se entiende la voracidad de los estallidos. Da la impresión de que vivíamos encorsetados, llenos de rabia contenida. Sólo nos impedía saltar el crecimiento económico, que nos narcotizaba y alienaba, pues el dinero es el opio del pueblo. La crisis nos ha devuelto a la realidad, sugiere la euforia antisistema.

Fustigados por la crisis y el rebrote de nuestros demonios, hemos entrado en una época de apariencia constituyente. Se adueñan de la vida pública manifestaciones, agresiones, movimientos que impiden hablar a políticos y demás, alguna quema de banderas y retratos… La imagen es la de que todo está a punto de cambiar. ¿Un nuevo punto de partida? No exactamente: de momento lo que se ve son ganas de liquidar lo que tenemos y después que gane el más fuerte. No se ofrece un consenso para mejorar la democracia, sino un punto final y una pelea. No convivir sino vencer.

Este desplazamiento hacia la metamorfosis política no cabe atribuirlo a la aparición súbita de grupos antisistema, que los ha habido siempre, ni a un desmesurado salto de los sectores rupturistas, que, a juzgar por los resultados electorales, tampoco han experimentado un salto espectacular. Ciertamente, la crisis, con su abrumadora dimensión social y reducción de expectativas vitales, les incrementa las audiencias, pero hay otra razón para su éxito. Los partidos de gobierno, en su lucha por el poder, tienden a usar en beneficio propio esta agitación. No la rebaten cuando están en la oposición, sino que buscan aprovecharla, como síntoma de la incapacidad del Gobierno y/o mostrando simpatías con los agitadores, cuya causa sugieren compartir, a ver si caen votos. El efecto es que los partidos turnantes (PP, PSOE, CiU, PNV en lo fundamental) dotan a la contestación de una sobredosis de legitimidad. Acaban marchando a rastras.

No sólo eso: vivimos en una democracia como avergonzada de sí misma. No hay un discurso que justifique nuestro sistema político, social y económico. Mandan las ideas sindicalizantes que lo cuestionan de raíz y sólo le perdonan la dimensión subvencionadora. Así, por ejemplo, tenemos una economía liberal (más o menos) pero nadie la defiende. Otrosí: nuestro sistema electoral es manifiestamente mejorable pero tiene algunas virtudes, que para los partidos de gobierno deben rayar en la excelencia, ya que en más de tres décadas no han movido un dedo para cambiarlo. Pues bien: nunca se les oirá alabanza alguna. El discurso lo monopolizan quienes quieren cambiar el sistema, sin que los grandes partidos lo justifiquen o al menos lo expliquen.

La hegemonía de una narrativa que es a la vez políticamente correcta y antagónica con nuestro régimen político tiene algunas manifestaciones que producen perplejidad. Sucede así con el discurso de los nacionalismos independentistas (soberanistas se dice ahora). Cabe entender que quieran la independencia, es lo suyo. También que aprovechen cualquier coyuntura: si hay crecimiento, independencia para que los demás no les frenen; si crisis, para que no les arrastren. Todo es bueno para el convento. Lo que no se entiende es que hoy en día hablen de opresiones sin cuento, de que España no escucha a las realidades nacionales. ¿De qué hablarán? Los problemas los suelen tener quienes viven en sus autonomías sin compartir entusiasmos identitarios, no al contrario. Esa imagen de España como un imperio decimonónico sojuzgando nacionalidades no cuela. Desde la Transición el discurso dominante concede un plus de legitimidad y autenticidad a las nacionalidades (y las autonomías no nacionalistas se han apuntado al carro), mientras la unidad española se defiende como un imperativo constitucional, como algo que nos viene mandado, una especia de losa de la que no podemos desembarazarnos por el qué dirán.

Ideológicamente España está sostenida al revés. Se aguanta la realidad y se ensalza la irrealidad.


Manuel Montero, EL CORREO, 8/10/12