JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS-EL CONFIDENCIAL

  • La izquierda catalana fue el PSUC y ahora es el PSC. Los comunes son populistas de izquierda vulnerables al secesionismo y los republicanos están en la procesión y repicando

¿Es posible militar en el independentismo sin hacerlo simultáneamente en el nacionalismo? Hay teóricos que lo afirman. Y partidos que así lo proclaman. Por ejemplo, Esquerra Republicana de Catalunya. Según sus dirigentes, la organización, que fue fundada en los últimos años veinte del siglo pasado, es de izquierdas, europeísta e internacionalista, y su afán por la creación de un Estado catalán independiente no responde a una pulsión de identidad, ni mucho menos étnica, sino a un diagnóstico de ventajas sociales para mejorar la vida de la sociedad catalana y apartarse del ‘opresivo’ Estado español.

Naturalmente, este planteamiento es muy discutible, porque ERC ha tenido en sus orígenes claras huellas nativistas. Las protagonizó en los años treinta del siglo pasado —al menos lo hizo algún sector importante del partido— y llegaron hasta los primeros años de la Transición de mano de Heribert Barrera, presidente del Parlamento de Cataluña, un político reaccionario con tintes xenófobos. En ERC, existen dos almas que están en permanente pugna: la más identitaria y la más izquierdista. La primera impone la nación catalana y su conversión en Estado como una consecuencia de la diferencia (en general, con algunos rasgos supremacistas), y la segunda apuesta por su carácter preeminentemente izquierdista y republicano.

En ‘Breve historia de Esquerra’ (Catarata), elaborada por Manel Lucas, se menciona la diferenciación que entre nacionalismos (página 24) estableció el sociólogo británico Anthony Smith. Existirían dos: el geológico y el gastronómico. “El primero —escribe Lucas, citando al académico británico— es el que se basa en las esencias de la nación, cuya existencia hunde sus raíces en la historia y es anterior a todo Estado”. El segundo —el gastronómico— “es el que se crea en una sociedad concreta en un momento concreto por la voluntad de sus miembros de organizarse como un colectivo diferenciado”. Y concluye: “Este segundo es el que propugna ERC en la actualidad”. El primero sería el de Carles Puigdemont, Joaquim Torra y Laura Borràs, o sea, el de JxCAT.

Esta tesis abonaría la bondad de otra complementaria según la cual “querer separar a Cataluña de España no se justifica tanto por la historia, la tradición y la lengua o la cultura como porque en la sociedad actual es el mejor camino para lograr un estado de bienestar real”. Esta reflexión de laboratorio, una teoría inconsistente, alcanza la categoría de auténtica milonga. No hay independentismo sin nacionalismo, aunque el nacionalismo no necesariamente ha de ser étnico. Pero siempre tiene trazas culturales, rasgos identitarios y una autopercepción de diferencia social colectiva emocional. Y ERC, por mucho que prime ahora el izquierdismo —no siempre ha sido así—, no se sustrae a la circunstancia histórica de representar un independentismo nacionalista. La izquierda catalana fue el PSUC y ahora es el PSC. Los comunes son populistas de izquierda vulnerables al secesionismo y los republicanos están en la procesión y repicando.

En ERC anida una permanente volatilidad de criterios. Es un partido que pasó del filo-fascismo de los años veinte y treinta del siglo pasado a la traición a la República —en dos episodio de distinto calado, uno con Macià en 1931 y otro en 1934 con Companys—, y después a la irrelevancia durante el franquismo con la emergencia de una gran personalidad como Josep Tarradellas, que fue militante del partido y luego se convirtió en una especie de crisol del catalanismo constitucionalista en 1978.

La volubilidad de ERC es proverbial: estuvo en dos tripartitos con el PSC —presididos por Maragall y por Montilla— y hasta la convocatoria del 14-F ha gobernado con la derecha independentista de Puigdemont, al tiempo que ha apoyado al Gobierno de Sánchez de una peculiar manera: a veces sí y a veces no. ERC es la veleidad hecha partido y sus dirigentes forman una gama heterogénea: desde el católico Junqueras, hasta el Rufián extraído del colectivo Súmate o el tecnócrata Aragonès, pasando por perfiles tan peculiares como los de Carme Forcadell o Marta Rovira.

Es posible que si ya hubo tripartito con el PSC, pueda reiterarse la fórmula en función de qué lista logre ser la más votada y la presión que sobre ERC ejerzan el resto del independentismo e, incluso, sectores internos discrepantes. Parece, sin embargo, que hay síntomas de que los republicanos y Sánchez se necesitan con urgencia y que tras el 14-F, y siempre en función de los resultados, sería posible establecer un flujo de reciprocidades: indultos o reforma del Código Penal, financiación autonómica y concesiones al autogobierno adicionales a las que ya dispone la Generalitat. Siempre desde una perspectiva ya con carácter de histórica: el proceso soberanista fracasó.

Quizá para eso se ha resucitado la mesa de diálogo entre Gobierno y Generalitat, que ahora estaba en coma inducido. Teniendo en cuenta que Unidas Podemos es una organización cada vez más imprevisible, Pedro Sánchez tiene que estabilizar la legislatura con una réplica gubernamental en el Palau Sant Jaume en Barcelona. Le quedan leyes de Presupuestos —al menos dos—, la implementación de los fondos europeos, las reformas que conllevan su concesión (pensiones y normativa laboral), la crisis de empleo y económica, secuela de la pandemia, y la propia peste, que aún está lejos de ser erradicada.

Sería mejor que ERC optase con nitidez por un nacionalismo-independentismo gastronómico y no geológico. Pero, francamente, es difícil apostar a medio y largo plazo por lo que harán y por cómo se comportarán los republicanos, porque en su ya larga historia se han caracterizado por la multiplicidad de ‘almas’ concurrentes en su partido, algunas escisiones y, frecuentemente, por una baja consideración hacia el cumplimiento de sus compromisos. ERC no es fiable. En octubre de 2017, entre el tuit de Rufián, el lagrimeo de Rovira y el quietismo de Junqueras, los republicanos dieron de empellones a Carles Puigdemont para que perpetrase el desastre que consumó.