Escucho en la radio a Julio Lleonart sentirse «ilusionado» ante la posibilidad de un cambio político en Galicia. No puedo evitar sorprenderme.
Podemos entender el hartazgo después de quince años consecutivos de gobierno del Partido Popular. Pero, o mucho se equivocan las encuestas, o en esa comunidad no hay más posibilidad de cambio que la del acceso a la cabeza del ejecutivo autonómico del nacionalismo.
Rajoy critica las últimas decisiones del Gobierno: «No queremos que nos gobiernen los que le dan indulto a los independentistas, ni los que suprimen el delito de sedición, ni los amigos de Putin, ni los que le dan a Bildu la alcaldía de Pamplona ni los que blanquean a los de ETA» pic.twitter.com/Xaj1g8uWXc
— EL ESPAÑOL (@elespanolcom) February 3, 2024
Recordemos cómo conocimos a Lleonart: era el diputado «hípster» (copyright David Gistau) de Unión, Progreso y Democracia.
El rastro hertziano y digital del un día padre de la patria lo sitúa mucho más cerca de los postulados del Gobierno actual que de Rosa Díez. La heterogeneidad era una marca de fábrica de ese grupo parlamentario en el que se rozaban los codos la futura escriba de Pedro Sánchez y el intento de «entertainer» del espectro mediático de Vox.
Pero así somos. Que alguien que en un momento no tan lejano de su vida optó por enrolarse en un partido que hizo del enfrentamiento al nacionalismo su bandera se diga ahora «ilusionado» ante el posible añadido de un territorio más a su manto nos dibuja en la cara el emoji de la ceja levantada.
Nacionalistas de todos los partidos. Estos movimientos vuelven a gozar hoy de prestigio entre aquellos que, teóricamente, no comparten esa idea.
Fue así en los primeros compases de la Transición. Pero el viaje al monte del nacionalismo vasco, primero y del catalán, después, calló esas voces que, fundamentalmente desde Madrid, daban un poquito la turra cantando la prudencia y el tino político de aquellos que más se enorgullecen de estar al margen del proyecto común.
Hoy hay una derecha que sigue confiando en la encarnación de esos seres puramente mitológicos que han dado en llamar «los moderados de Convergencia».
En cierta izquierda es muy popular aplaudir cualquier intervención de EH Bildu. Especialmente si se vive en la capital, para poder añadir lo mucho que les gustaría poder votar por ese partido cuyo candidato a lehendakari acaba de definir la actividad de ETA como «ciclo político». No hay portavoz del PNV en el Congreso que no haya sido retratado como un cóctel entre Churchill y Adenauer.
El presidente del Gobierno establece un relato en el que toda la culpa del procés es de sus predecesores que, con mayor o menor astucia y fortuna, intentaron hacer prevalecer la ley, exonerando por completo a sus hoy socios, conjurados entonces para saltar por encima del orden establecido.
Sus palabras causan el mismo impacto que el hilo musical de la sala de espera del dentista. Si no fuera por la sequía que nos tiene pendientes de cualquier chubasco tiraríamos de aquello del «como el que oye llover».
Sentimos curiosidad por saber qué hará Alfonso Rueda en caso de perder la mayoría absoluta. ¿Se resignará al gobierno entre nacionalistas y socialistas que todos damos por supuesto? ¿O hará el gesto de ofrecerle una alternativa al PSdG, aunque sólo sea para que conste en acta?
¡Ah, los partidos estatales unidos frente a los disgregadores! Los viejos buenos tiempos. Hoy han callado hasta los intelectuales que más execraron estas formaciones. Antonio Muñoz Molina, por ejemplo.
Líbrenos Dios de quitarle la ilusión a Julio Lleonart. Sin duda la suya es la de la segunda acepción del DRAE:
«Esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo».
Pero permítasenos abrir la puerta a la primera:
«Concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos».