El narcisismo político del Gobierno francés toma el relevo del narcisismo intelectual. Y se niega a optar, a la italiana, por la vía normal de una democracia parlamentaria, que confía a sus diputados el trabajo de examinar y de decidir. ¿Cuál es el milagro por el que la llamada al referéndum transformaría a los humildes ciudadanos en expertos ultrarrápidos y omniscientes?
Tanta saliva gastada para nada! De nada valen los expertos ni los editorialistas ni las estrellas más cotizadas ni los escritores más o menos famosos, yo incluido, que comulgamos con el sí. El no se obstina. Poco importa que las personalidades del Gobierno francés y de la oposición compartan la misma tribuna o duerman en camas separadas. El no sigue dominando. La clave de tal paradoja radica en el narcisismo francés que a menudo comparten tanto los que están a favor como los que están en contra de la Unión.
Narcisismo intelectual, en primer lugar. El de los miembros de la Convención que, siguiendo la estela de Valery Giscard d’Estaing, apuestan por una Constitución «hija del pensamiento francés» (Chirac dixit). Estos señores pasaron tres años negociando un modus vivendi en cientos de artículos que ahora consideran claros y sencillos para un elector normal que no tiene ni idea de los arcanos del Derecho constitucional, de la diplomacia y de 50 años de tratados.
Los españoles aprobaron el texto por una abrumadora mayoría, confesando, sin embargo, que sólo el 10% había leído la Constitución. Los 80 jóvenes cuidadosamente reunidos en torno al presidente Chirac en un reciente programa de televisión también se abstuvieron cuidadosamente de hacerlo. Metro, curro, cama. ¿Es honesto exigir a un ama de casa, a un profesor de Filosofía, a un pintor o a un obrero de la Peugeot que decida sobre un consenso sabio que tanto tiempo y esfuerzo costó alcanzar? Elegimos a nuestros representantes, pagamos a los diputados para que tengan el tiempo, y si es posible la capacidad, de examinar los proyectos de ley complejos. ¿Cuál es el milagro por el que la llamada al referéndum transformaría a los humildes ciudadanos que somos en expertos ultrarrápidos y omniscientes?
Atenta contra el sentido común proponer a la aprobación general un texto indescifrable para el común de los mortales. ¿De quién se burlan?, preguntan los indecisos. ¿Qué sapo nos quieren hacer tragar?, dicen los desconfiados. Presunción de autor entre los padres de la Constitución, pretensión de omnipotencia entre los especialistas de la comunicación: ¡el pueblo fiel nos seguirá! Si no lo entiende, le proporcionaremos el sentimiento de entender y se unirá a la buena opinión que los spin doctors tienen de sí mismos. Relean el corto preámbulo que corona la Constitución: su vacuidad no va más allá de la enhorabuena a sus redactores, que se autofelicitan, se dicen «agradecidos a los miembros de la Convención europea por haber elaborado el proyecto de esta Constitución en nombre de los ciudadanos y de los estados de Europa». Es así como Narciso corona con laurel su frente inmaculada.
El narcisismo político del Gobierno francés toma el relevo del narcisismo intelectual. Y se niega a optar, a la italiana, por la vía normal de una democracia parlamentaria, que confía a la representación nacional el trabajo de examinar y de decidir. Jacques Chirac opta por el referéndum para contar con una investidura popular que rozaría la unanimidad, como la de las urnas en el mes de mayo de 2002 (82% contra Le Pen) o la de la calle que apoyó su veto antiamericano durante la intervención contra Sadam Husein. El plebiscito de la paz. Por un error calamitoso de calendario, dos años después la realidad impuso sus derechos: ni Blair ni Bush cayeron y los franceses no perciben el Apocalipsis prometido por El Elíseo. ¿No fueron a votar los iraquíes aun a riesgo de su vida? ¿No parecen acomodarse a la presencia americana y hacer frente común contra los terroristas que golpean a cualquiera, desde la ONU a los periodistas o a los miembros de organizaciones humanitarias? Además, Jacques Chirac tiende la mano a George W. Bush cuando su amigo Rafic Hariri, primer ministro libanés, es depuesto y, después, asesinado. ¡Qué lejos estamos de las tamborradas de hace tan poco tiempo! La política exterior francesa parece indecisa y poco creíble a los ojos de los electores. Jacques Chirac no puede transformar su referéndum en coronación.
Y, sin embargo, el presidente no cambia de actitud y sus argumentos soberanistas a favor del sí, demasiado parecidos a los de los partidarios del no, benefician a éstos últimos. Chirac apuesta por una Europa poderosa que se invente una identidad rivalizando con Estados Unidos, una Unión Europea dirigida por una pareja francoalemana que se alíe con Moscú o incluso con Beijing contra Washington, un poder que convierta a Bruselas en muralla contra «el liberalismo anglosajón».
Pero el elector constata a simple vista que este proyecto nació muerto. Sólo nueve de los 25 países pueden eventualmente apostar por esta Europa de Chirac. La propia Alemania no lo tiene claro de cara a las próximas elecciones. Europa se rompe si París se obstina en optar por la alianza continental (con Putin) frente a la alianza atlántica (con Bush). El elector, que aprobaría los objetivos del presidente, saca lógicamente la consecuencia y vota no. ¿El lobo anglosajón no acecha ya el redil europeo? Parece utópico que los 25, pronto 27, se sometan a la dirección francoalemana. ¿Para qué sirve, entonces, la Constitución? Vale más pájaro en mano que ciento volando. Aun a costa de dar un puñetazo en la mesa para no enzarzarse las manos con reglas previstas por los que optan por dialogar.
El mismo narcisismo que lleva a los partidarios del sí a contradecirse festeja su triunfo evidente entre los partidarios del no. ¡Si París no es el centro de la Unión Europea, peor para Europa! Si la Constitución no prescribe la mundialización, volvamos a nuestros hornos, volvamos a nuestras fronteras y reencontrémonos con nuestro Estado providencia. El fantasma de una Francia enrocada sobre sí misma seduce tanto a la extrema izquierda como a la extrema derecha y madura entre ambas. Y proclama: basta con que París se rebele para que el mundo cambie. Los demás pueblos, siguiendo su ejemplo, se levantarán el 29 de mayo y la victoria del no, nuevo 14 de Julio, derribará las bastillas de Bruselas.Si París estornuda, los demás se constipan.
¿Bajo apariencia de protesta rebelde, el narcisismo número tres, el del no, no se está contentado con reenviar a los gobernantes su propio mensaje, proclamándolo al contrario? Como un eco, el no de abajo reproduce las cegueras de arriba. Examinando los argumentos intercambiados, está claro que la Francia del no, tanto en la derecha como en la izquierda, jamás digirió la ampliación europea. La llegada de pueblos recientemente liberados de la dictadura es vivida como una maldición: quieren invadirnos, oleadas gigantescas de trabajadores desfavorecidos llaman a nuestras puertas, robarán nuestros puestos de trabajo, nuestras fábricas serán deslocalizadas a sus tierras, donde apenas pagan impuestos. Nuestros productos agrícolas se pudrirán en los campos y sus mercancías comercializadas a bajos precios saturarán nuestros mercados. El fontanero polaco se ha convertido en el paradigma de la catástrofe anunciada. Se trata de un profesional que trabaja en negro, se introduce en nuestros hogares y alimenta las pesadillas del ciudadano precavido. La única solución, cerrar con doble llave todas las puertas y ventanas. La única solución, votar no.
Contagiado por la oleada de emoción suscitada por la desaparición de Juan Pablo II, Jacques Chirac repitió a su joven público de una forma seductora: «¡No tengáis miedo!». ¿Va a hacer mentir Francia a los frontispicios de sus ayuntamientos? ¿Va a tener miedo de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad, miedo del futuro y miedo de su sombra? De ahí la tentación permanente de hacer como el avestruz y esconder la cabeza. Jacques Chirac no es Karol Wojtyla. Y Francia no es la Polonia de Solidaridad.
Hay demasiados franceses que no han entendido el formidable movimiento que amplía y refuerza Europa, liberando el Viejo Continente de vestigios del fascismo en España y en Portugal, del comunismo en Europa central, del despotismo y de la corrupción poscomunista en Belgrado, Tiflis, Kiev… Desde Berlín en 1953, Poznan y Budapest en 1956, Praga en 1968 y Solidaridad en los años 80 hasta la Ucrania naranja, la oleada emancipadora de la sociedad europea no espera el semáforo verde ni aguanta el semáforo rojo de París y no ha terminado su recorrido. Los pueblos que se liberan quieren unirse a una Unión Europea democrática, pacífica y próspera. Chirac, en 2003, les conminó a obedecer: «¡Sólo tienen derecho a callarse!» ¿Se dio cuenta entonces de que estaba abriendo el camino del desprecio y la xenofobia? Si Francia persevera en sus narcisismos, acabará yéndose a pique. Narciso terminó ahogado en su propia imagen.
André Glucksmann es filósofo francés y autor de diversos libros como ‘Occidente contra Occidente’ o ‘El discurso del odio’.
André Glucksmann, EL MUNDO, 26/5/2005