Andoni Pérez Ayala-El Correo
Al desaparecer el bipartidismo imperfecto, los acuerdos entre fuerzas políticas no son una cuestión opcional, sino inevitable para formar Gobierno y evitar una repetición de las elecciones
Una de las cuestiones que viene planteándose de forma reiterada últimamente, y que sin duda va a seguir planteándose a medida que vaya avanzando el proceso electoral en curso, es la de los pactos entre las distintas formaciones políticas una vez cerradas las urnas. Si bien éste es un tema que suele plantearse habitualmente en todas las elecciones -y muy especialmente cuando, tras el recuento de los votos, no surge ningún partido con una mayoría suficiente para garantizar la formación del Gobierno-, en el momento actual esta cuestión se presenta de forma más apremiante ya que, según todas las previsiones, no va a haber ninguna fuerza que por sí sola, ni probablemente tampoco con solo el apoyo de otra menor, vaya a estar en condiciones de reunir la mayoría parlamentaria suficiente para poder constituir un Gobierno.
Los cambios operados en el sistema de partidos últimamente, con el surgimiento de nuevas formaciones, el redimensionamiento y reubicación de las que ya existían y la sensible alteración de la correlación de fuerzas entre todas ellas, han dado lugar a un mapa político nuevo en el que los acuerdos interpartidarios van a ser obligados para poder gobernar y también para poder legislar. No se trata, por tanto, de una cuestión opcional para dirimir entre pactos sí o pactos no, tal y como parece que se está planteando este asunto, sino de decidir qué acuerdos plurales van a ser necesarios, con quiénes, cómo y en qué términos.
Plantear ante una situación como la actual, muy distinta a la que se daba antes de los últimos cambios del mapa político, el no pacto como alternativa, cargando el acento del discurso, innecesariamente además, en el rechazo de los pactos, no es precisamente la actitud más razonable que pueda adoptarse. En primer lugar porque es un planteamiento irreal, que no concuerda con la realidad de los hechos en el momento presente, en especial por lo que se refiere a las exigencias que impone el nuevo mapa político existente en la actualidad. Y, sobre todo, porque ese rechazo genérico a los pactos no deja de ser una buena contribución a que, el día después de las elecciones, nos encontremos con una serie de problemas añadidos que nos hemos creado nosotros solos y que bien podían haberse evitado.
Además de las consabidas proclamas autoafirmativas, propias de todo proceso electoral, convendría también dedicar la atención debida al tema de los acuerdos con otras formaciones políticas, aunque solo sea porque en el sistema multipartito hacia el que caminamos van a ser inevitables. Y en este sentido, sería de desear que se vayan concretando por parte de cada partido las propuestas programáticas al respecto, ya que sin este sustrato programático los pactos que puedan realizarse no pasan de ser cambalaches interesados entre sus protagonistas para repartirse el botín político -puestos incluidos- tras las elecciones. Ello exigiría, desde ya mismo, que las cuestiones programáticas ocupen un lugar central en el debate electoral, lo que no parece que sea lo que está ocurriendo hasta el momento.
No estaría de más tener en cuenta la experiencia europea al respecto, que nos muestra cómo los gobiernos existentes actualmente están basados en acuerdos entre las formaciones políticas que proporcionan el apoyo parlamentario suficiente para poder gobernar. Bajo fórmulas distintas, que van desde la gran coalición en Alemania hasta las coaliciones multipartitas en los países nórdicos y del Benelux o la mayoría plural presidencial en Francia, pasando por fórmulas inéditas como la italiana actual o, más próxima geográficamente, la original alianza tripartita de la izquierda portuguesa, lo cierto es que en casi todos los países europeos los pactos entre formaciones políticas diversas constituyen la práctica más habitual para garantizar la continuidad de los respectivos gobiernos.
En contraste con esta experiencia generalizada en los países de nuestro entorno, aquí no contamos con hábitos de este tipo; al menos, por lo que se refiere al Gobierno central, que siempre ha sido monocolor -sí ha habido, sin embargo, experiencias variadas de pactos de Gobierno a escala autonómica-, en el marco de un modelo de bipartidismo imperfecto como el que hemos tenido hasta hace poco. Lo que ocurre ahora es que, al desaparecer ese modelo bipartito, los acuerdos interpartidarios -que, además, lo más probable es que tengan que darse entre más de dos fuerzas políticas- pasan a convertirse en una condición necesaria y obligada para poder formar Gobierno; y, una vez formado, para poder gobernar establemente y, así mismo, para poder desarrollar la actividad legislativa a lo largo de la legislatura.
Conviene, por todo ello, evitar enrocarse en la cultura estéril del no pacto, que solo puede conducir al bloqueo institucional, e intentar plantear la cuestión de los pactos para la formación del Gobierno y, sobre todo, para lograr la mayoría parlamentaria que lo sustente, de forma realista; en especial por lo que se refiere a la necesidad de ser conscientes del nuevo marco multipartito existente, en el que los acuerdos plurales van a ser inevitables (insistamos una vez más en ello). Aunque solo sea para que no se repita de nuevo la reciente experiencia de tener que volver a convocar nuevas elecciones a los pocos meses de realizar las ya previstas para el para el próximo 28 de abril debido a la imposibilidad de contar con el respaldo parlamentario suficiente. Lo que -no está de más advertirlo- no es nada descartable que pueda volver a ocurrir si se es incapaz de conseguir los acuerdos políticos que lo hagan posible.