MATTEO RE-ABC

  • «Desde Bildu se insiste en que hace trece años se produjo un simple ‘cambio de ciclo’. El nuevo ciclo es desmemoria, son más de trescientos asesinatos de ETA sin resolver. El nuevo ciclo, para empezar de verdad, tendría que echar definitivamente cuentas con el pasado»

«He aceptado matar para acabar con el despotismo. Pero detrás de lo que dices veo anunciarse un despotismo que, si alguna vez logra instalarse, hará de mí un asesino, cuando yo trato de ser un justiciero». Kaliayev, protagonista de la obra teatral ‘Los justos’ de Albert Camus, responde así a su compañero Stepan. Este último reconoce no tener «estómago suficiente para bobadas». Para él la revolución triunfará solo cuando ellos decidan, por fin, «olvidar a los niños». Ambos son anarquistas nihilistas y entienden que la única manera para impulsar un cambio político en la Rusia de principios del siglo XX es destruir la tiranía del Zar. Por eso, deciden matar al Gran Duque Sergei Aleksandrovich Romanov, uno de los hijos de Alejandro II, a su vez asesinado en un atentado dos décadas antes. Sin embargo, el primer intento de arrojar una bomba contra el carruaje por su paso por las calles de Moscú es abortado cuando Kaliayev se percata de que el mandatario va acompañado de unos niños. No quiere cruzar esa línea roja. Lo matará, tiempo después, cuando esté solo.

Kaliayev se siente un justiciero, no un asesino, a pesar de que haya asesinado para intentar lograr su objetivo político. Ese debate moral sobre cómo representar a un individuo y a una organización que usan la violencia con fines políticos es casi tan antigua como los hechos narrados por Camus. Casi tan antigua, porque los anarquistas nihilistas no tenían ningún inconveniente en definirse como terroristas. Más recientemente (y en la vida real, no en la literatura) la querella mediática sobre si emplear el termino «organización terrorista» (y su automática connotación negativa) u «organización armada» (interpretada, a menudo incomprensiblemente, de forma positiva) ha vuelto a estar de actualidad. La negativa de Pello Otxandiano a reconocer la naturaleza terrorista de ETA en una entrevista realizada en la cadena Ser fue criticada por un sector de la sociedad y de sus representantes políticos. Muchos consideraron bochornoso el ejercicio del líder ultranacionalista, que trataba de zafarse utilizando una serie de eufemismos, lítotes, paralelismos, paráfrasis, comparaciones ventajosas y todo tipo de figuras retóricas con tal de evitar reconocer el vínculo entre ETA y el terrorismo. Llegando hasta a preguntarse, de forma naíf, «¿qué es terrorismo hoy en día?». Tal vez no se pueda pretender un viraje tan brusco por parte de quienes han ido borrando de su discurso la organización violenta de la cual (al menos algunos de ellos) proceden. Junto con ETA han desaparecido «sus presos». Hace mucho ya, que el entorno nacionalista vasco radical evita definirlos «presos de ETA», prefiriendo la alusión a «presos vascos» o simplemente de «presos», a secas.

La ocultación de la realidad, así como su tergiversación a través de un lenguaje sesgado y faccioso, son prácticas a veces recurrentes en la política y muy comunes en el terrorismo, que, a fin de cuentas, es un tipo (perverso) de comunicación política. Recordemos, por ejemplo, como los etarras se definían gudaris (guerreros), luchadores para la libertad, y nunca «terroristas». Los presos de la organización eran «presos políticos», las personas que secuestraban eran «prisioneros» y nunca «rehenes», los atentados unas simples ‘ekintzas’ (acciones), la extorsión tomaba el nombre algo poético de «impuesto revolucionario», la violencia era siempre defensiva y las intervenciones policiales una evidencia de la «represión por parte del Estado español». Por supuesto ETA no asesinaba, «ejecutaba», como se empeñó en recordar Josu Zabarte, el ‘carnicero de Mondragón’. Al contestar hace tiempo a la pregunta de cuántas personas había matado, respondía así: «Yo no he asesinado a nadie, yo he ejecutado». El mismo Zabarte justificó su actitud transfiriendo la responsabilidad de sus acciones hacia el «enemigo», el Estado español, culpable, según él, de haberle impulsado a tomar las armas. Llegó así a la siguiente perentoria conclusión: «Para mí es el Estado el terrorista, el que obligó a ETA a tomar una serie de decisiones».

Dichas estructuras comunicativas conforman el andamiaje sobre el cual se apoyaba la construcción de textos que pretendían justificar la violencia. Se basaban en mecanismos socio-cognitivos de desconexión moral (hábilmente estudiados por Albert Bandura y Martín Alonso) que pasaban por la deshumanización de la víctima, convertida en mero símbolo de lo que los terroristas consideraban digno de eliminar, por una comparación ventajosa, según la cual la violencia ejercida siempre era inferior a la padecida por parte de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y por otros tantos elementos exculpatorios de cara a la galería.

Volviendo al análisis del discurso de Otxandiano, muchos cometimos un error. Nos centramos exclusivamente en los regates del líder nacionalista radical para evitar enfrascarse todavía más en una justificación imposible. Nos quedamos mirando el dedo y perdimos de vista la luna. Se nos escapó una referencia trascendental, más importante que la admisión (de momento imposible) de algo que todos sabemos, de que ETA fue una organización terrorista. Nos perdimos un elemento de continuidad entre la izquierda nacionalista radical vasca y su pasado que, para su aceptación actual, EH Bildu pretende ocultar.

El candidato a lendakari destacó la voluntad (o más bien la necesidad) de considerar que la política vasca, por ende, el nacionalismo radical vasco, está pasando por un «nuevo ciclo». En sus palabras se pretendía además extender esa interpretación como una percepción compartida de forma inequívoca por todos los vascos: «Hay un consenso fundamental hoy en la sociedad vasca después de ya más de quince años de la desaparición de ETA, que es que ese ciclo lo hemos dejado atrás». Ese mismo discurso lo había repetido en campaña electoral. En Lezo, por ejemplo, el 30 de marzo, Otxandiano destacó así la importancia del voto de las nuevas generaciones: «Estamos en un nuevo ciclo político, que se va a acelerar el 21 de abril, y para ello es imprescindible el impulso de los jóvenes».

La insistencia en el «nuevo ciclo» tiene unos referentes claros, que el paso del tiempo no tendría que hacernos olvidar. Hace trece años, cuando ETA, en 2011, decidió abandonar las armas, difundió un comunicado en el cual, en su sesgada interpretación de la realidad y en su afán de polarización, advertía que «frente a la violencia y la represión, el diálogo y el acuerdo deben caracterizar el nuevo ciclo». Años más tarde, en 2018, anunciando la definitiva disolución de la banda terrorista, tras matar a 853 personas, herir a más de 2.600 y obligar al destierro a un número imprecisado de amenazados, ETA daba «por concluido el ciclo histórico y la función de la organización». Y, siguiendo ese propósito de mantener la equidistancia, el texto apuntalaba que «ETA desea cerrar un ciclo en el conflicto que enfrenta a Euskal Herria con los estados [español y francés], el caracterizado por la utilización de la violencia política. Pese a ello, los estados se obstinan en perpetuar dicho ciclo». El nuevo ciclo es desmemoria, son más de 300 asesinatos de ETA sin resolver. El nuevo ciclo pasa por historias de dolor y de miedo. El nuevo ciclo pretende que se confunda terrorismo con lucha armada. El nuevo ciclo, para empezar de verdad, tendría que echar definitivamente cuentas con el pasado.