FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • No basta con lamentar las fracturas culturales y reivindicar la integración a través de principios cívicos. Lo que nos une es también la solidaridad, la eliminación de la precariedad y de la marginalidad social

La sensación de futuro secuestrado lo impregna todo. No hay solución a la vista para los grandes problemas internacionales, ni en los escenarios de guerra ni en lo relativo a un combate eficaz frente al cambio climático o el deterioro de los sistemas democráticos. La desazón se extiende también a cuestiones más micro, las que, por valernos de una expresión muy manida, “preocupan a la gente”. La proximidad de las elecciones europeas hará que cobren más visibilidad y, si no se reacciona, alimenten lo que ya parece un giro inevitable hacia un considerable aumento del voto a partidos de extrema derecha. Un buen ejemplo a este respecto es la actual discusión francesa en torno a la violencia en las escuelas e institutos.

Gabriel Attal, el joven primer ministro de este país, trató de presentar algunas soluciones al personarse en Viry-Châtillon, la localidad de la periferia de París donde había fallecido un alumno tras la brutal paliza recibida por otros jóvenes. Un caso más entre los muchos que han aparecido últimamente en Francia y que aquí no es preciso detallar. Lo que me interesa ahora es el contenido de su discurso. En él se presentó el anuncio de nuevas medidas penales más contundentes hacia los jóvenes que practican la violencia, en claro y progresivo aumento en los últimos años. Pero junto a esta necesidad de “restaurar la autoridad” se hizo un guiño también a la imprescindible recuperación de algunos de los ideales de la república, como el respeto y el civismo, y una apelación a “la movilización general de la nación para reencontrarse con sus adolescentes”. De forma implícita estaba confirmando, por tanto, la erosión del medio más eficaz de integración social del que dispone el modelo francés.

El propio Attal reconoció que los jóvenes están hoy huérfanos de un ideal compartido, y aprovechó para arremeter contra eso que Macron calificó en su día como “separatismo”, el repliegue hacia sociedades paralelas desvinculadas unas de otras, y la crisis de la laicidad, el sacrosanto principio republicano. Attal fue criticado enseguida por diversos sectores por recurrir a un lenguaje de ley y orden en vez de atajar los problemas de fractura social o los más específicos de los liceos, muchas veces desbordados. Con ello estaría tratando de aproximarse a las proclamas de la extrema derecha con el fin de aminorar en lo que fuera posible esa distancia de más de 10 puntos que según los sondeos separan al partido de Le Pen del de Macron.

Esto último, el intento por acortar esa distancia, me parece indudable. Pero en Francia, como en otros lugares, no basta con lamentar las fracturas culturales y reivindicar la integración a través de principios cívicos, por muy sentados en razón que nos parezcan. Lo que nos cohesiona es también la solidaridad, la eliminación de la precariedad y la marginalidad social. No hay más que ver dónde se produce la violencia. Además de ese intangible llamado autorrespeto o “reconocimiento”, la sensación de ser aceptados por el grupo mayoritario, de que podemos mirarlos a los ojos como iguales, de no sufrir humillación. Para que esto se produzca hay que instar a algo más que a los principios de la república; es una tarea de la sociedad como un todo y algo para lo que el sistema educativo resulta esencial. Por eso mismo es tan preocupante también esta crisis de la violencia en la escuela francesa, hasta ahora uno de los mejores modelos existentes en los que desarrollar el principio de convivencia cívica.

Hay mucho que reflexionar sobre estas cuestiones y no abrazarnos sin más a declaraciones abstractas o a las pseudosoluciones nacionalpopulistas.