El orden sí altera el producto

J. M. RUIZ SOROA, EL CORREO 03/04/13

· Admitir que una pequeña coacción a un ser humano está justificada para conseguir la inmensa libertad de los más, es desconocer el modo en que está construida nuestra democracia.

En este precioso cuento de hadas que tiene cautivada la imaginación a la opinión pública española, y según cuyo texto unos humildes deudores hipotecarios se levantan contra sus acreedores y, sobre todo, contra una legislación radicalmente injusta, y van haciendo morder el polvo a sus adversarios, se está comenzando a escribir un nuevo capítulo. Un capítulo probablemente marginal, pero significativo por lo que tiene de ejemplar.

Es un episodio en el que la violación de la ínfima libertad individual de unos pocos y señalados políticos reticentes a la dación en pago inmediata y retroactiva se considera comprensible y disculpable (justificada, en definitiva) poniendo en la balanza la gran libertad que está en juego para una masa de desahuciados. Se relata así, poco más o menos: ¿no pretenderá usted comparar la coacción limitada que sufren esos políticos en su ámbito privado y familiar, que además no llega a la violencia física, con la gran coacción de quienes se ven privados de su vivienda y además siguen deudores del préstamo que recibieron en su integridad? Coacción por coacción, libertad por libertad, pesa más la de los muchos a tener una vivienda que la de unos poquitos a su ámbito de libertad privado. Así que no se quejen tanto los privilegiados –que además son del Partido Popular– por la disrupción de su tranquila y cómoda vida, cuando hay tantos que malviven por su culpa o ante su cómoda ignorancia.

Incluso, y aunque todavía no se ha dicho con claridad ya se dirá, ¿es que no está justificado en ocasiones coaccionar un poquito a unos políticos incapaces de entender por sí solos lo que demanda el interés colectivo? ¿No se puede obligar a ser libres y justos a quienes parecen cegados por sus intereses y su ideología? ¿No se les puede enfrentar con la cara desagradable de sus decisiones, aunque para ello haya que restregársela a la fuerza?

Se podría analizar este discurso justificativo desde muchos ángulos, aquí se ha optado por hacerlo desde el ángulo más difícil y comprometido, desde el concepto mismo de la libertad, ese valor que está puesto en el frontispicio de nuestra Constitución. Porque, en último término, de la libertad y no de otra cosa estamos hablando, de la libertad de unos a no verse coaccionados por la muchedumbre, y de la libertad de otros que exige unas condiciones materiales de vida dignas, una vivienda entre ellas.

Isaiah Berlin escribió en 1958 un ensayo sobre la libertad (’Two Concepts of Liberty’) que ha sido probablemente uno de los textos más sugestivos y debatidos en el posterior pensamiento liberal democrático. En ese ensayo se describían y analizaban dos conceptos diversos de lo que es la libertad: una, la ‘libertad de’ (o libertad negativa) es la situación del hombre que se siente ausente de cualquier coacción exterior de otros para pensar y actuar (o no actuar) como desee. La otra, la ‘libertad para’ (o libertad positiva) es la capacidad del ser humano para autodeterminarse, para construir con su acción colectiva un mundo acorde con sus valores de justicia, solidaridad, nación, etc. La primera lleva en la historia occidental a construir un Estado de derecho que proteja al individuo de cualquier fuerza exterior a él mismo. La segunda conduce a la democracia, donde la mayoría intenta reconstruir el mundo conforme a sus valores. Y lo que Berlin señaló en ese ensayo es que, con independencia de cuál de esas dos libertades sea más valiosa o ‘mejor’, lo cierto es que la mayor amenaza para la libertad negativa ha venido en la historia de los intentos por poner en la práctica de manera directa y cruda la libertad positiva. Siempre que la mayoría ha intentado llevar a efecto el mundo de justicia, igualdad y solidaridad en que sueña despreocupándose de los límites de la libertad negativa del individuo concreto, se ha terminado por… perder ambas libertades, la una y la otra.

Por eso, precisamente por eso, nuestros regímenes democráticos constitucionales modernos están edificados sobre un principio básico: el de que la relación entre ambas clases de libertad no es de valor o importancia relativos, sino estrictamente procedimental o secuencial: primero debe asegurarse la libertad negativa (la ‘demoprotección’), sólo luego cabe implantar la libertad positiva (la ‘demoparticipación’), tal como lo expone Giovanni Sartori. O, como lo diría John Rawls, hay un orden lexicográfico entre ambas libertadas. En definitiva, que en el orden político no es cierto que el orden de los factores no altere el producto. ¡Claro que lo altera, el orden de las libertades lo cambia todo, incluso la libertad misma!

Decir, o siquiera sea insinuar, que la libertad positiva de la mayoría puede en algún momento pasar por encima o desconocer la libertad negativa de uno –aunque sólo sea de uno–, admitir que una pequeña coacción a un ser humano está justificada para conseguir la inmensa libertad de los más, es tanto como desconocer de raíz el modo en que está construida nuestra democracia. O no tomárselo en serio, a pesar de las lecciones espantosas que nos ha dado la historia en todos aquellos casos en que una sedicente mayoría ha pretendido jubilosa que había encontrado un atajo para conseguir que reine la justicia en el mundo: que nos quedamos sin libertad y sin justicia, así de claro.

J. M. RUIZ SOROA, EL CORREO 03/04/13