DAVID GISTAU, ABC – 22/10/14
· Catalanes y sevillanos llevan al menos quinientos años formando parte de la misma comunidad histórica y cultural. De la misma nación.
El pasado domingo, Jordi Évole estrenó la nueva temporada de «Salvados» introduciendo en una casa de Sevilla, para que lo invitaran a almorzar, al líder independentista Oriol Junqueras, que aguantó hasta el final sin llorar, tal vez porque nadie le enseñó fotografías de bodas o comuniones ni puso en la tele un serial de amor. La casa era preciosa. La anfitriona era una malhablada deliciosa y machadiana. El ambiente creado, tanto por Junqueras como por la selección de sevillanos, fue cordial. Y Évole todo lo gestionó con esa mezcla de humor, empatía e ingenuidad fingida que lo caracteriza como un excelente entrevistador, ajeno a la agresividad de los interrogadores de estilo policial. Sin embargo, la premisa del programa me pareció no sólo terrible, sino además una concesión a la concepción artificial del mundo según los nacionalistas. Me explico.
La idea entera del programa dependía de una hipótesis falaz: que el encuentro de un catalán y unos sevillanos es el de dos culturas remotas, distantes cuando no antagónicas, que han de hacer el esfuerzo por descubrirse la una a la otra sin llevarse la mano al hacha. Si para Oriol Junqueras viajar a Sevilla es una aventura exótica de la que apenas recuerda un par de precedentes en su vida, el problema lo tiene él por no haber salido de su pueblo con más frecuencia, circunstancia que por otra parte explica muchas cosas. Pero ello no justifica una adaptación a la inversa de la célebre frase antropocéntrica atribuida a Belmonte según la cual Barcelona estaría donde tiene que estar, y todo lo demás estaría lejos. Los catalanes y los sevillanos llevan al menos quinientos años formando parte de la misma comunidad histórica y cultural. De la misma nación. Del mismo idioma en lo que concierne a uno de los dos que manejan los catalanes. Pasaron por la misma Guerra Civil, redactaron juntos la Constitución, votaron al mismo tiempo el advenimiento de la misma democracia. Están conectados por autovías y aviones. Haciendo escala en Madrid, pueden desplazarse en AVE, mientras comen cacahuetes, desde el centro de Málaga o Sevilla al de Barcelona.
Los catalanes y los andaluces son compatriotas desde hace medio milenio. De hecho hay en Europa muy pocas comunidades trenzadas por lazos tan sólidos y antiguos. Es cierto que estos años de tensión política e inercia disolvente han abierto una brecha sentimental que será muy difícil reparar. También lo es que los experimentos de ingeniería social del nacionalismo procuran desde hace mucho tiempo instalar la idea de que los catalanes y el resto de los españoles son distintos incluso en la procedencia histórica. Pero no sabía que la cosa había llegado tan lejos como para diseñar un programa a partir de la premisa de que el catalán que se reúne con sevillanos baja de un OVNI y se comunica con señales musicales, como en «Encuentros en la tercera fase». De que el viaje de Oriol Junqueras a Sevilla equivale casi al de Lévi-Strauss al Matto Grosso, sólo que las tribus con las que intercambiará collares habitan en el interior de la fronda española y tienen fama de retrasadas.
De vez en cuando me encuentro por ahí con Évole, que es un tipo por el que tengo simpatía y cuyo talento para contar historias y permitir que los demás se expresen se me hace evidente. La próxima vez que nos crucemos me sentiré obligado a explicarle que pertenezco a una civilización monoteísta que no practica la antropofagia. Ya que, al parecer, somos tan remotos aun después de quinientos años de proyecto existencial en común.
DAVID GISTAU, ABC – 22/10/14