HENRY KAMEN – EL MUNDO – 01/03/16
· El autor sostiene que es saludable revisar los nombres del callejero para reafirmar el valor histórico de ciertos símbolos y suprimir las calles impopulares, pero debe hacerse sin los tintes ideológicos de la Memoria Histórica.
Ningún país puede ser más inaccesible que aquel donde el viajero pierde su camino porque no puede encontrar su destino. Con excesiva frecuencia, he tenido que preguntar a un transeúnte: «¿Es esta la vía por la que?» «¿Me puede decir dónde está?» «¿He perdido mi camino?» A veces la respuesta no es útil debido a que no hablo bien el idioma, o porque el transeúnte es también de otro lugar, o porque me dan direcciones que son incorrectas y que hacen que me pierda una vez más. Muy raras veces oigo las palabras, «¡No, eso no existe!». Cuando esto sucede, sé que estoy en el camino correcto, al menos para los propósitos del presente artículo.
Un amigo mío me hablaba sobre un día en que buscaba un lugar que había conocido en su juventud, en la calle General Sanjurjo en Barcelona. Cuando preguntó por direcciones, le dijeron con firmeza: «¡No existe!» Años más tarde, yo también fui en busca de una dirección en Barcelona, porque tenía que ir a la plaza Calvo-Sotelo, pero me dijeron que «no existe». Me llevó tiempo darme cuenta de que estas calles, al igual que muchas otras de la misma ciudad, habían desaparecido todas en un vasto Valhalla de calles cuyos nombres a lo largo de los siglos han caído en el olvido.
¿Cómo ha pasado esto? La verdad es que los seres humanos nos preocupamos poco por la conservación del pasado, y en una ciudad tras otra, en todo el mundo, hemos borrado calles cuyos nombres ahora ya no aparecen ya sea en la realidad o en la memoria. En Londres, durante los últimos 100 años, cientos de calles han cambiado sus nombres, y han sido desplazados o totalmente destruidos y reconstruidos en una nueva formación. Un siglo de destrucción y reconstrucción ha dado una nueva identidad a las ciudades de todo el mundo civilizado. En algunos países, como España, las decisiones políticas han hecho mucho para relegar al olvido los nombres de las calles. En Madrid, ha habido indignación por la decisión de la alcaldesa de quitar algunos de los nombres y símbolos asociados con la era franquista de la ciudad. Se hicieron cambios extensos ya en 1980, principalmente para restaurar nombres de antes de la época de la dictadura. A pesar de las críticas que ha recibido ahora la alcaldesa, su política tiene cierto mérito.
Los nombres de calles y los monumentos públicos no son sagrados: fueron creados para reflejar los puntos de vista de las autoridades políticas de la época, y es lógico que cuando esos puntos de vista cambian también lo deberían hacer los nombres y monumentos. Cuando las autoridades de la ciudad de Barcelona planearon en el siglo XIX el nuevo barrio conocido como el Eixample, encargaron la denominación de las nuevas calles al historiador nacionalista Víctor Balaguer. Balaguer explicó sus propuestas de la siguiente manera: «es digno bautizar las calles que deben abrirse con nombres que recuerden algunos de los grandes hechos de valor, de nobleza, de virtud, de abnegación y de patriotismo, y que se puedan presentar como ejemplos y como modelos a las generaciones futuras».
Ha sido la práctica en todos los países cambiar los nombres de las calles cuando el sentimiento público así lo dicta. Los países ex-coloniales en África y Asia han eliminado los nombres coloniales y en muchos casos estatuas coloniales también. El problema fue que en muchos casos los nuevos nombres reflejaban las ideas de regímenes y dictaduras que posteriormente tuvieron una vida útil limitada. Mientras tanto, el hombre de la calle seguía utilizando los nombres antiguos, por lo que un gran número de calles, en España por ejemplo, continuaban teniendo dos nombres: el nuevo y oficial, y el viejo pero aceptado. Tanto en Barcelona como en Madrid, la Gran Vía continuaba siendo la Gran Vía, sin importar el nombre formal dado por el régimen. Cuando la vida útil de los regímenes expira, hay una carrera para reafirmar los nombres antiguos. En Rusia desaparecieron estatuas, las calles cambiaron sus nombres, Stalingrado volvió a su antiguo nombre de Ekaterineburg.
Esta confusión perpetua, que es peor en los países que cada 10 años cambian sus regímenes y por lo tanto los nombres de sus calles, nace de un problema: la insistencia en el uso de nombres de políticos. Franco cambió todo el mapa de España, dando a calles los nombres de sus principales partidarios y sus principales generales. No se puede culpar a un Gobierno posterior por desear invertir el proceso. Sin embargo, la práctica lamentable de designar a políticos aún sigue: Madrid, por ejemplo, dispone de una plaza Margaret Thatcher. Mucho más lamentable, sin embargo, es la actuación del grupo de algunos así llamados historiadores de la Complutense quienes han firmado el documento La pervivencia del franquismo en el callejero madrileño, reclamando la eliminación de algunos de los más eminentes personajes –entre ellos Juan Antonio Samaranch, Juan Ignacio Luca de Tena, el torero Manolete, Eugenio d’Ors, y Josep Pla– de la nomenclatura de las calles de Madrid.
Una manera de evitar la controversia sería la adopción de una normativa como la seguida por Balaguer. Se deben respetar la tradición y la opinión local. Los nombres y monumentos propuestos deberían evitar las preferencias ideológicas asociadas con personajes políticos. Este es un defecto especial de España, donde por alguna extraña razón siempre se conmemoran los personajes políticos en los lugares públicos. Sé de un caso en Cataluña, donde se pidió a los residentes de una nueva urbanización sus sugerencias, y sin mucha disensión convinieron en dar nombres geográficos a las calles. Sin embargo, el Ayuntamiento, controlado por los nacionalistas, decidió que todas las calles llevaran el nombre de políticos de su propio partido.
Un cambio de nombres permitiría alguna aplicación de los principios de equidad, tales como la introducción de más nombres femeninos (en la actualidad, más del 90% de las personas que aparecen en las calles y monumentos son hombres). Incluso podría ser posible rebajar el papel de los políticos y actualizar la creencia en los principios universales de justicia. La ciudad de Berlín utiliza nombres de las calles como expiación por los crímenes de la historia: tiene Jesse-Owens-Allee, Hannah Arendt-Strasse, Ben Gurion-Strasse. No existen tales nombres en España. Ahora tal vez sería un buen momento para comenzar la práctica. En todo momento, el papel más pernicioso ha sido el de ideologías políticas que han tratado de imponer su presencia a través de nombres de calles. España, más que la mayoría de los países, está llena de pueblos donde el recuerdo de los militares todavía cuenta en las calles, y donde políticos anodinos de todos los partidos disfrutan de una inmortalidad que evidentemente no se merecen.
¿A qué conclusión podemos llegar? Los nombres de las calles de una ciudad documentan los errores, las mentalidades y las falsas certezas de las distintas épocas que representan. Por varias buenas razones, no puede ser perjudicial revisar la nomenclatura de las ciudades al menos una vez en una generación, con el fin de reafirmar el valor histórico de ciertos símbolos y al mismo tiempo para eliminar las referencias obsoletas o impopulares. Eso sería mucho más equitativo y aceptable que una aplicación en crudo de una ley de inspiración ideológica, la de Memoria Histórica, que sólo ha servido para provocar polémica y excitar pasiones y ha ayudado muy poco a aquellos que sólo desean descubrir el lugar de descanso final de las decenas de miles de asesinados por fanáticos republicanos y franquistas.
Henry Kamen es historiador británico; acaba de publicar Fernando el Católico (La Esfera de los Libros, 2015).