PEDRO G. CUARTANGO – EL MUNDO – 30/07/16
· Fue don Álvaro de Figueroa, conde de Romanones, el autor de unas palabras que siguen más vigentes que nunca. «Hagan ustedes las leyes y dejénme los reglamentos», decía.
Esta frase la suscribiría sin reservas Carme Forcadell, presidenta del Parlament de Cataluña, que anteayer aseguraba que se limitó a aplicar el reglamento de la Cámara al permitir la desobediencia al Tribunal Constitucional, la aprobación de las leyes de desconexión y el inicio de un proceso constituyente que culminará en una consulta unilateral.
Como muy bien ha entendido Forcadell, lo que no cabe en las leyes y el sentido común está permitido por los reglamentos, entre otra cosas, porque hay tantos que siempre es posible encontrar uno para justificar la fechoría más atroz.
Napoleón era muy aficionado a los reglamentos y se ocupaba personalmente de redactarlos. Desde el uniforme de sus soldados a las pensiones de los inválidos, Bonaparte siempre encontraba tiempo para dictar lo que tenían que hacer sus súbditos. Pero al menos Napoléon era un hombre ilustrado y justo. El franquismo era también muy proclive a los reglamentos, que en realidad coartaban la libertad y protegían las veleidades de los poderosos.
Yo esto lo vi muy claro en el servicio militar cuando los oficiales enviaban a los soldados al calabozo amparándose en unas ordenanzas que se resumían en que el que manda puede hacer lo que le dé la gana con el que está por debajo.
España es un país de reglamentos porque aquí no respeta nadie la ley. La mejor manera de burlar la justicia es echar mano de la letra pequeña de las disposiciones y normativas, donde siempre hay resquicio para legitimar el abuso.
Cuando yo hacía la mili, te arrestaban por tener en la taquilla del cuartel el periódico El País o la revista Interviú. El dictador se había ido al otro mundo, pero persistían los viejos hábitos de aplicar la regla para que nadie pudiera sentirse libre.
De los nazis al estalinismo, todos los regímenes totalitarios del siglo XX han sido muy aficionados al reglamentismo, con un afán de regular hasta los aspectos más íntimos del ser humano, incluyendo los pensamientos. Cualquiera podía ser fusilado o condenado 30 años a Siberia por expresar una idea mientras el asesinato en masa era practicado por el Estado.
No es extraño que una persona como Forcadell, que cree en un nacionalismo que está por encima de la ley y los derechos individuales, sea tan aficionada a unos reglamentos con los que puede justificar todo tipo de arbitrariedades. Si Luis XIV proclamaba que el Estado era él, Forcadell podría exclamar: «El reglamento soy yo».
Pero el reglamentismo no es hoy una práctica exclusiva del nacionalismo catalán. También el Gobierno y otras comunidades autónomas producen cientos de normas que incrementan la inseguridad jurídica y generan muchos más problemas de los que solucionan.
La historia política de este país está llena de grandes reglamentistas como Romanones, Romero Robledo, Silvela y Eduardo Dato, que quisieron cambiar la realidad a golpe de reglamento. Hoy la izquierda se ha vuelto tan reglamentista como la derecha y quiere regularlo todo mediante el truco de lo políticamente correcto. España es ese país con un reglamento para cada ocasión en el que existe muy poco respeto a la ley.
Sobran sátrapas que siempre tienen a mano una norma para justificar sus abusos y falta ejemplaridad en unos gobernantes que se sirven del poder para medrar o enriquecerse. Derogar todos los reglamentos sería una sabia medida que nos haría la vida mucho más agradable.
PEDRO G. CUARTANGO – EL MUNDO – 30/07/16