Durante décadas las mujeres de los barrios proletarios que trepan por las colinas de la Margen Izquierda cruzaban la ría al amanecer para servir en las señoriales casas de la burguesía. Eso hacía cada mañana la madre de Nicolás Redondo Terreros cuando su padre, Nicolás Redondo Urbieta, perdió su puesto de trabajo en el naval por absentismo: le fue imposible presentarse en la fábrica básicamente porque estaba preso. En 1972 tenía un precio participar en una protesta sindical. Pero Redondo Urbieta acabaría saliendo de la cárcel, implantando el socialismo por toda España desde su cuna vizcaína, liderando la UGT entre 1976 y 1994, haciendo a Felipe secretario general en Suresnes y ejerciendo para los restos de conciencia incómoda (por insobornable) de la izquierda cuando el Gobierno socialista se desviaba de sus principios fundacionales.
«Culpan a Zapatero, pero todo empezó cuando Felipe dijo que prefería un precario a un parado. También el posibilismo debe graduarse. Ahora nos hemos convertido en un partido banal y los adversarios no están en la derecha: salen de nuestro seno. Aunque Podemos es decepcionante: se ha pasado a la coña esa del derecho de autodeterminación», se enfada don Nicolás en su piso de Portugalete, cuya modestia desmiente –entre otras condecoraciones– la Legión de Honor que cuelga de la pared. «Hemos renunciado a nuestro ideario. ¿A beneficio de quién se creó este partido? ¡Las Casas del Pueblo no son sólo para tomar vinos!». Es la acritud de un padre que quiere lo mejor para su hijo descarriado. La coherencia radical de Redondo Urbieta –«los políticos ya no viven donde vivían y como vivían. Parecen hechos a troquel»– remite a un tiempo en que el liderazgo político no estaba disociado de la exigencia moral, de la vocación abnegada.
UN MUNDO PERDIDO
¿Será ese desviacionismo la causa de que el CIS reduzca a la mitad –¡de 16 a ocho escaños!– las expectativas del PSE? ¿Cómo ha caído hasta aquí la fuerza hegemónica de la mítica Margen Izquierda? Para Eduardo Madina, dos claves explican la decadencia del socialismo vasco. Una arranca de la reconversión industrial, del inexorable proceso que deslocalizó las grandes industrias siderúrgicas, navales y mineras de Vizcaya porque ya no podían competir en el capitalismo global. De los obreros empleados en los Altos Hornos de Baracaldo, en los astilleros de Sestao, en las minas del Valle de Trápaga dependían miles de familias para las que la afiliación al sindicato y al partido constituía el natural rito de paso por el que accedían a una comunidad cohesionada en torno a la defensa de los derechos de los trabajadores, siempre amenazados por el abuso patronal. El socialismo arraigó allí como el junco en la ribera: de 1888 data la Casa del Pueblo del barrio minero de La Arboleda, en cuya brumosa cumbre aún hay tabernas donde pueden degustarse unas vigorizantes alubias con tocino.
Monte abajo, junto a la ría, se extiende un paisaje lunar. Pasear hoy entre los restos de las fábricas abandonadas equivale a ingresar en el cementerio del obrerismo, un gran parque temático en ruinas de la edad proletaria. El costillar imponente de la Babcock & Wilcox, que dio trabajo a 5.000 obreros y proveyó de tuberías y maquinaria a toda Europa, exhibe escombro a escombro la metáfora del fin de las ideologías. «SEPI-PSE responsable!!», «PSOE culpable», «futuro laboral», claman las pintadas desde unas paredes desconchadas. La hierba parte el asfalto y el canto de los pájaros informa del victorioso regreso de la naturaleza al lugar donde los operarios labraron un día el progreso de Euskadi. La lluvia fina, el cielo plomizo y el paso elevado del metro se confabulan para perfeccionar un decorado que está entre Blade Runner y Mad Max. Y de pronto, a un lado de la vía, como un prodigio vertical el horno María Ángeles yergue su mole de herrumbre y magnífico abandono. El Ayuntamiento ha acertado a conservar este vestigio de esplendor industrial que atrae a los fotógrafos.
EL GIRO VASQUISTA
Hoy el alcalde de Trápaga es del PNV. Y lo mismo sucede en Santurce, en Sestao, en Baracaldo. Pero Madina no se limita a constatar el fin de una época para justificar el reemplazo del socialismo por el nacionalismo en la comarca obrera por antonomasia. Cree que el Gobierno de Patxi López, pese a su buena gestión, no logró afianzar un discurso propio durante su mandato que mostrase una alternativa política a la hegemonía nacionalista. Tras el desalojo de la Lehendakaritza, Patxi López estiró su liderazgo al frente del PSE dos años, taponando una renovación que muchos juzgaban urgente. El alcalde de Portugalete, Mikel Torres, matiza que tampoco les dejaron hacer mucho más durante aquella primera y única legislatura no nacionalista: «Quizá perdimos una oportunidad de reivindicarnos. Pero cuando llegamos al poder no quisimos tampoco romper con lo anterior para no asustar a la gente, y además estábamos condicionados por el acuerdo con el PP. Nuestro margen de maniobra era estrecho. Y encontramos una oposición muy fuerte en amplias capas de la sociedad y de las instituciones, colonizadas durante años por el PNV, que nos veía como usurpadores temporales». En ese diagnóstico coincide la propia Idoia Mendia, candidata a lehendakari y portavoz del Gobierno de López: «Yo me sentí muy sola. Pero tampoco se puede decir que no cambiaron las cosas. Tras el anuncio del fin del terrorismo, la política vasca dejó de obsesionarse con las cuestiones identitarias y ahora se centra más en las preocupaciones sociales», defiende.
En opinión de M., ex concejal en la Margen Izquierda que prefiere conservar el anonimato, el socialismo va a la baja porque ha perdido la batalla ideológica. «En una sociedad muy nacionalista, la tentación de diluir el mensaje de la igualdad en favor de la identidad se vuelve muy fuerte. Y no era sólo la necesidad del reconocimiento social: es que podían matarte si discrepabas. Así que el socialismo se contaminó de nacionalismo. Se defiende el concierto y el autogobierno a ultranza, cuando sólo son medios para hacer una sociedad más justa, no fines. ¿Para qué necesitamos una agencia del tiempo? La esencia del socialismo es la solidaridad y el nacionalismo es lo más antisolidario que hay». Su posición carga contra el llamado giro vasquista, del que se habló mucho en época de Ramón Jáuregui, cuando el PSE gobernó en coalición con el PNV. Pero el recrudecimiento del terrorismo de ETA convence a Redondo Terreros de pactar con el PP de Mayor Oreja, y ese vasquismo no se recupera hasta la llegada de Patxi López.
EL VECTOR POPULISTA
Si López ya es el pasado y Mendia el presente, Torres es para muchos el futuro del socialismo vasco. Uno de sus activos más prometedores. No sólo ha retenido Portugalete –«la aldea gala de la Margen Izquierda», como la define su concejal Estíbaliz Freije–, sino que en los segundos comicios a los que se presentó ganó un escaño a costa de los jeltzales. «Aquí hubo un cambio industrial pero también demográfico. Es una zona envejecida que requiere otro mensaje político. El PNV se adaptó mejor a esos cambios. Nosotros, además, dependemos de la matriz: cuando sube el PSOE, sube el PSE. Desde que Zapatero salió de La Moncloa no han parado de caer», reflexiona Torres, a quien ya sólo Carlos Totorika, alcalde de Ermua, acompaña en el ejercicio del poder municipal socialista en Vizcaya.
Para colocar su mensaje, Mendia está encontrando un problema en esta campaña: que el PSE es percibido como la muleta del PNV, sobre todo por el votante de izquierdas fugado a Podemos. «Tenemos que ser la referencia de la izquierda. Nuestro ideario sigue vigente: ahora el proletariado son los titulados precarios. El deterioro de las clases medias necesita más socialdemocracia, no populismo. Además, Podemos se ha hecho soberanista», reflexiona la candidata. Torres opina que el votante de Podemos es recuperable, un voto de protesta que no se ha ido ni a la derecha nacionalista ni al mundo abertzale. «Hemos de trabajar vecino a vecino, apostar otra vez por el municipalismo», insiste.
EL LIDERAZGO PERSONAL
Esa labor vecinal de la que habla Torres fue seña de identidad del socialismo vasco, un partido de líderes locales que crecía a partir del carisma de sus alcaldes en los ayuntamientos. Ahora se critica que falte cantera en el PSE. «¿Cómo no va a faltar si durante décadas la única oferta que podías hacerle a un joven prometedor era un sueldo modesto, dos escoltas durante 24 horas y 365 días y la posibilidad de un tiro en la nuca?», evoca Mendia. Y así era. En el salón de actos de la Casa del Pueblo de Portugalete hay un retrato y una placa. El retrato es de Maite Torrano. Ella y Félix Peña murieron en 1987, quemados en el interior de su sede, que fue atacada con cócteles molotov. Uno de ellos le pegó a Maite en el pecho. Su viudo, Jesús, musita un saludo ausente mientras ordena los sobres del voto por correo en la planta de arriba. «No éramos atractivos, y el heroísmo no se puede exigir a todo el mundo», razona Torres.
Mendia sabe que el momento es arduo, y no sólo para el socialismo. La fiscalización constante a la que la política mediática de nuestro tiempo somete a los interesados exige una vocación de acero. La propia de edades siderúrgicas.