Carlos Fernández Esquer-El Español
  • No parece que la fase procesal sea la más apropiada para tomar una decisión que innova la doctrina constitucional cuando hay distintos bienes jurídico-constitucionales en juego.

El Pleno del Tribunal Constitucional (TC) ha acordado, por una mayoría de seis de sus magistrados frente a cinco, admitir a trámite el recurso de amparo planteado por diputados del Grupo Parlamentario Popular en el Congreso, así como la suspensión cautelar de la tramitación en el Senado de dos enmiendas parciales.

Se trata de las enmiendas referidas a la rebaja en la mayoría necesaria para la designación de dos magistrados del TC por parte del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), así como a la supresión de la necesidad de que sea el propio TC quien verifique el cumplimiento de los requisitos por parte de los nuevos magistrados propuestos por otros órganos constitucionales.

La razón de esa admisión tiene que ver con que se trata de dos enmiendas que no guardan ninguna conexión con el objeto de iniciativa legislativa que se estaba tramitando: una reforma del Código Penal esencialmente destinada, a pesar de su eufemístico título, a derogar el delito de sedición y a reformar el de malversación.

Como argumenté en un artículo publicado en EL ESPAÑOL el pasado 16 de diciembre, la Mesa de la Comisión de Justicia del Congreso de los Diputados no debió aceptar unas enmiendas cuya ausencia de homogeneidad respecto al objeto de la iniciativa legislativa en la que se insertaban era manifiesta.

A mi juicio, la admisión a trámite por parte de la Mesa, a la luz de una reiterada jurisprudencia del TC (STC 119/2011 y 172/2020, entre otras), supuso una vulneración de los derechos y facultades que integran el núcleo de la función representativa de los diputados (artículo 23.2 de la Constitución Española), puesto en relación con el derecho de los ciudadanos a participar en los asuntos públicos por medio de representantes (artículo 23.1 de la CE).

[El TC paraliza por primera vez una ley en trámite para proteger el derecho a debatir de la minoría]

La decisión del TC que hemos conocido, sin embargo, no está exenta de polémica jurídica. De entrada, el TC ha rechazado la recusación de dos de sus miembros: el presidente y otro magistrado. Resulta llamativo que en la votación sobre su propia recusación hayan participado ambos, en lugar de inhibirse.

A los magistrados del TC se les aplica supletoriamente los preceptos de la Ley Orgánica del Poder Judicial en materia de abstención y recusación, estableciendo el numeral décimo de su artículo 219 como uno de sus supuestos el «tener interés directo o indirecto en el pleito o causa».

En la medida en que los magistrados podrían verse inmediatamente afectados en su continuidad como miembros del TC en caso de culminar la tramitación parlamentaria de la proposición de ley en cuestión, parece complicado sostener que no tuviesen un interés, siquiera indirecto, en el proceso constitucional respecto al cual se había solicitado su recusación.

Esta consideración se refuerza si se tiene en cuenta un precedente similar (ATC 387/2007) en el que dos de los magistrados del TC sí se abstuvieron y, además, se inhibieron de participar en la deliberación que mantuvo el Tribunal para decidir sobre su propia abstención.

Con independencia de lo anterior, al haber aceptado las medidas cautelarísimas, el Tribunal habría interrumpido el normal desarrollo de un procedimiento legislativo, por lo que se ha adentrado en un escenario desconocido hasta ahora si se examina su bagaje jurisprudencial.

A falta de conocer el razonamiento empleado por la mayoría del TC para fundamentar su decisión ­­(y de los argumentos empleados por los magistrados que presentarán voto particulares discrepantes para rechazarla), intentaré explicar los contornos en los que, en mi opinión, se libra esta controversia jurídica.

La controversia tiene que ver con la que probablemente sea la tensión más delicada en cualquier sistema constitucional: las relaciones entre el Tribunal Constitucional y el Parlamento.

«La Constitución es obra del poder constituyente, el pueblo o nación. Superior, por tanto, al Poder Legislativo, un poder constituido»

A diferencia de lo que algunos han defendido en los últimos días, que el Parlamento esté revestido de legitimidad democrática directa no puede conducirnos a abrazar el dogma de la soberanía parlamentaria, un planteamiento superado en el constitucionalismo europeo contemporáneo.

La existencia de Constituciones con valor normativo, es decir, aquellas cuyo carácter vinculante se extiende a todo su articulado, y la creación de tribunales constitucionales, esto es, órganos que asumen el papel de intérpretes supremos de la Constitución y encargados de su defensa, legitima el control que puede desplegar el Tribunal Constitucional sobre las normas y actos aprobados por el Parlamento.

La Constitución es obra del poder constituyente, el pueblo o nación. Superior, por tanto, al Poder Legislativo, un poder constituido.

En nuestro modelo, el Tribunal Constitucional tiene encomendadas distintas funciones (artículo 161.1 CE), entre las que destaca el control de constitucionalidad de las leyes parlamentarias (y otras normas a las que en nuestro ordenamiento se les otorga rango de ley).

Es decir, el TC puede declarar la inconstitucionalidad de aquellas leyes que sean contrarias a la Constitución, actuando como una suerte de legislador negativo.

[La UE, entre la «irritación» y la «desilusión», seguirá presionando a España para que desbloquee el CGPJ]

No obstante, en esta ocasión, el TC está conociendo de un recurso de amparo, una vía procesal prevista para la tutela subsidiaria de los derechos fundamentales y libertades públicas. Y, más concretamente, de un recurso de amparo parlamentario, previsto para reparar la posible vulneración del derecho de los diputados a desempeñar su cargo representativo (artículo 23.2 CE), ocasionada por los acuerdos de los Parlamentos o por cualquiera de sus órganos (artículo 42 Ley Orgánica del Tribunal Constitucional).

Esta vía procesal es la que sirve para amparar los posibles abusos que puede cometer la mayoría sobre la minoría parlamentaria, especialmente por los órganos de gobierno de la Cámara. Y es que, como agudamente señalara el jurista alemán Ekkehart Stein, el problema constitucional central respecto al Parlamento consiste en la protección de las minorías.

Ahora bien, el problema reside en determinar hasta qué punto el TC, cuando estima la solicitud de medidas cautelarísimas (aquellas que se acuerdan por razones de especial urgencia sin audiencia previa de la parte contraria en el marco del proceso), que en este caso implican la suspensión provisional de la tramitación parlamentaria de las enmiendas que reforman dos leyes orgánicas, no está mermando la potestad legislativa que corresponde a las Cortes Generales (artículo 66 CE), vaciando el principio de autonomía parlamentaria (artículo 72 CE) y desnaturalizando el control de constitucionalidad a posteriori (cuando adquiere vigencia la norma impugnada) que ejerce con carácter general el TC a través del recurso y la cuestión de inconstitucionalidad (artículos 161.1 a) y 163 CE).

Es cierto que el artículo 56 de su ley orgánica habilita al Tribunal para, en supuestos de urgencia excepcional, acordar medidas cautelarísimas, a fin de asegurar el resultado del proceso e impedir que el acuerdo impugnado pueda hacer perder su finalidad al recurso. Con todo, ese mismo precepto exige, en todo caso, que la suspensión no ocasione una perturbación grave a un interés constitucionalmente protegido.

«Las cúpulas de los principales partidos deben rebajar la tensión política que emponzoña la política española en las últimas semanas»

Había, en definitiva, distintos bienes jurídico-constitucionales en juego, y no parece que la fase procesal fuese la más apropiada para tomar una decisión que innova la doctrina constitucional y tiene innegables implicaciones sistémicas desde la perspectiva del equilibrio institucional de poderes.

Tiempo habrá para analizar las implicaciones jurídicas y políticas que comporta la resolución del TC. Ahora las Cortes Generales deben acatarla y hacerla efectiva, y el Congreso de los Diputados debe comparecer en el proceso constitucional y formular las alegaciones que estime oportunas.

[Sánchez acata la decisión del TC pero anuncia «medidas para acabar con su injustificable bloqueo»]

Esta decisión representa el último episodio de la funesta sucesión de acontecimientos relacionados con la renovación del TC y el CGPJ, de la que son responsables, conviene subrayarlo, tanto los partidos que sostienen al Gobierno como el principal partido de la oposición.

Las cúpulas de los principales partidos deben rebajar la tensión política que emponzoña la política española en las últimas semanas. Los responsables políticos ­deben desterrar el canallesco lenguaje hiperbólico que emplean en sus declaraciones públicas y en sede parlamentaria. También los medios de comunicación y creadores de opinión deben contribuir a la moderación.

Es preciso, en fin, detener la espiral destructiva que atenaza a la política española desde hace semanas: las organizaciones políticas medulares en el sistema político español durante más de cuatro décadas de democracia deben retornar a la senda del acuerdo, el respeto al pluralismo político y la lealtad constitucional.

*** Carlos Fernández Esquer es profesor de Derecho constitucional en la UNED.