Ignacio Camacho-ABC

  • Nadie había ido tan lejos como Sánchez en su desdén al rechazo ético que suscita un partido de antecedentes siniestros

La izquierda española ha implantado con éxito en la opinión pública la idea de que los crímenes de hace ochenta años importan más que los de hace quince, veinte o treinta. A fuerza de propaganda ha logrado que muchos jóvenes se apunten a la militancia retroactiva en un bando de la guerra mientras olvidan o ignoran el significado moral del holocausto de ETA, la agresión más intensa y larga que ha registrado en tiempo de paz una democracia europea. Eso permite al sanchismo indultar políticamente a Bildu para reforzar su estrategia de aislamiento de la derecha, y al tiempo diluye el valor moral de las víctimas como testimonio de una resistencia civil sin la que no se puede entender la España moderna. Sólo algunos documentales y series de televisión mantienen hoy despierta la memoria de la tragedia y del sufrimiento en medio de una burbuja de amnesia.

Cuando Zapatero tenía al alcance de la mano la derrota policial y judicial de la banda, a la que apenas le quedaban tres o cuatro comandos bien localizados, prefirió negociar un armisticio, un pacto con contrapartidas a corto, medio y largo plazo. Sánchez ha consumado el trato al permitir que el proyecto etarra perdure a través de la normalización institucional de sus legatarios, a los que ha concedido poder de decisión en asuntos de Estado saltándose el último tabú del consenso democrático. En paralelo, el ministro Marlaska, el antiguo juez que se enfrentó al delirio criminal al precio de vivir amenazado, está cumpliendo el encargo de aliviar las condenas de los asesinos de Ordóñez, Jiménez Becerril, Pagaza, Múgica o Miguel Ángel Blanco. Habrá más concesiones, es decir, más agravios, y trascenderán el ámbito penitenciario. El blanqueo del posterrorismo, la limpieza de su pasado, se inserta en la construcción de un relato en el que la sangre reciente pese menos que la derramada por Franco.

Se trata de un proceso coherente con el objetivo revisionista que sustenta la actual mayoría de Gobierno en un bloque anticonstitucional cohesionado por la intermediación de Podemos. La misma lógica que va a servir para desautorizar al Supremo revocando de hecho la sentencia contra los separatistas insurrectos. Iglesias ha impuesto su tesis, su programa, su modelo. El vicepresidente fue, por cierto, quien primero se atrevió a calificar a los terroristas de pioneros en el entendimiento de la Transición como un vergonzante acuerdo de supervivencia del franquismo encubierto. Ahora es el PSOE, arrastrado por Sánchez, el que se pliega a ese juego avieso, dispuesto a desdeñar el escrúpulo de conciencia y el rechazo ético -prepolítico, lo llama Ignacio Varela- que suscita la alianza con un partido de antecedentes siniestros. Por magnético que sea el hechizo del poder, nadie había llegado tan lejos. Hasta el relativismo más grosero debería tener un límite de respeto ante las puertas de los cementerios.