LIBERTAD DIGITAL 14/03/16
LUIS HERRERO
La derecha siempre ha tenido su patrón. La palabra patrón significa varias cosas, pero ahora nos interesan estas dos acepciones: dueño de la casa y modelo que sirve de muestra para sacar otra cosa igual. A Fraga los suyos le llamaban patrón. Creo que fue una ocurrencia de Verstrynge. Después de Fraga vino Aznar. A Aznar le llamaban Faraón. Mandaba como tal en el imperio que forjó tras conducir al PP a la victoria. Después de Aznar vino Rajoy. Rajoy no tiene sobrenombre. Los suyos le llaman Rajoy, pero sus modos siguen siendo tan apabullantes como los de sus predecesores. Algunos -Margallo, por ejemplo- le llaman César. A mi me parece que no pasa de ser un mal cortijero que ha convertido un gran latifundio en una simple parcela rústica.
Cada patrón tiene su patrón. Es decir, su modelo de conducta. El de Rajoy es cristalino. Examinarlo con cuidado es la mejor manera de adelantarse a sus movimientos. La pregunta del millón, durante estos días, es si Rajoy será capaz de hacerse a un lado para facilitar los acuerdos de investidura. Lo que se desprende de su patrón de conducta es que no lo hará. Voluntariamente, no. Y lo que se desprende del patrón de conducta de su partido, convertido desde el reinado del faraón Aznar en un pastueño redil de unanimidades, es que no habrá nadie capaz de torcer su voluntad. Si alguien espera que el goteo de voces críticas se convierta en un chaparrón, que espera sentado. Y, desde luego, sin paraguas.
El liderazgo de Rajoy ya estuvo en entredicho tras la derrota electoral de 2008. Entonces, como ahora, el correctivo electoral flotaba en el ambiente. Todos, menos él, sabían que las urnas le iban a dar un serio disgusto antes de que se lo dieran. Durante ambas campañas demostró una gran confianza en su capacidad de seducción. Hace ocho años dijo: «A mí lo que me gustaría es poder hablar, uno por uno, con los 44 millones de españoles. Tenga la seguridad de que entonces tendría un resultado como nunca». Hace tres meses, en el programa de Bertín Osborne, repitió: «A mí lo que me gustaría es poder hablar uno a uno con los 46 millones de españoles para que me conocieran un poco más, lo que pasa es que es imposible.» Conclusión: no sólo no es consciente del rechazo que provoca, sino que se cree Rodolfo Valentino.
Rajoy tiene una buena opinión de sí mismo y confía en las remontadas. Lleva haciéndolo desde que recibió el primer aviso serio, en las elecciones europeas, y después ni andaluzas, catalanas, autonómicas, municipales o generales le han hecho caerse del burro. Unos días antes del varapalo en las municipales, declaró: «seré el candidato del PP en las elecciones generales pase lo que pase en el mes de mayo. Y confíen en mí: les irá bien». Tampoco en eso ha cambiado su patrón de conducta. El titular de portada de El Mundo el 9 de enero de 2008, justo dos meses antes de las elecciones, fue el siguiente: «Rajoy advierte de que pretende seguir al frente del Partido Popular aunque pierda las elecciones». Así que segunda conclusión: en materia de apego al cargo, siempre cumple su palabra. La semana pasada insistió. Si se repiten las elecciones el 26 de junio, él será el candidato del PP.
Su idea es que siempre es posible deshacer entuertos para conseguir que las cosas le vayan bien. La semana pasada declaró en ABC: «No soy rencoroso. Creo que se pueden restañar las heridas con todo el mundo, si hay voluntad de hacerlo». Hace ocho años, mes y medio antes de las elecciones le dijo a Pedro J. Ramírez: «Los ajustes de cuentas no van con mi carácter. No soy rencoroso. Lo cual me proporciona una enorme felicidad. No debe de haber peor cosa en la vida que tomar decisiones por rencor. El rencoroso debe de sufrir mucho siéndolo». A pesar del autobombo, poco tiempo después fueron apilándose en la cuneta los cadáveres de todos aquellos que estorbaron la gestión de su derrota: Acebes, Zaplana, Pizarro, San Gil, Ortega Lara, Juan Costa, Gabriel Elorriaga, y tantos otros. Tercera conclusión: Rajoy es el no rencoroso más sanguinario que ha parido la derecha española.
De lo visto hasta aquí pueden deducirse dos cosas: que si dice que no se va, no se va. Y que si alguien se atreve a llevarle la contraria, lo paga caro. La lista de defunciones ha seguido siendo una constante en el tiempo: Mayor Oreja, Cayetana Álvarez de Toledo, Esperanza Aguirre… Los militantes del PP saben a lo que se exponen si sacan los pies del tiesto. Si hace ocho años lo intentaron unos pocos y acabaron pudriendo malvas, ahora ya no quedan voluntarios para convertir su testa en una diana del tiro al blanco. Rajoy es libre para hacer lo que le de la gana. En el partido no mandan los mejores, sino los más leales. Su estrategia, dizque para evitar presiones externas, alejarse de de camarillas ideológicas y protegerse de la tutela mediática -y poder mantener así su anhelada independencia- ha sido siempre la marianización del PP. Su apuesta ha sido siempre -he aquí otro patrón de conducta- la de apostar siempre por su círculo más íntimo.
En cuanto pudo quitarse de encima la losa heredada del aznarismo se rodeó en Génova de la llamada «banda de los cuatro»: González Pons, Moragas, Lasalle y Martínez Castro. En el grupo parlamentario puso a Soraya Sáenz de Santamaría y como asesor externo, chamán y vendedor de motos mantuvo a Pedro Arriola. Más tarde, al llegar al Gobierno, incorporó al reservado a Fernández Díaz, Margallo y Soria. En esencia, esa sigue siendo su guardia pretoriana. Fue la encargada de protegerle en 2008 de lo que entonces eran las intolerables insidias de El Mundo y la Cope y sigue siendo, en 2016, la que le para los pies a los tejemanejes, no menos intolerables, del Ibex 35.
Margallo amagó hace un mes con postularse como recambio de consenso y Rajoy le llamó traidor en la intimidad. El ministro fue a su despacho a pedirle disculpas y el César se negó a recibirle. Margallo no se arrugó. Subió a la residencia particular del presidente y le esperó en un sofá hasta que tuvo la oportunidad de hincar la rodilla y merecer su clemencia. Desde entonces, el travieso canciller no ha vuelto a jugar con las cosas de comer. Los que están en el secreto de la trifulca tomaron buena nota. Así que está más claro que el agua: en el partido no habrá debate interno, al menos por el conducto institucional, sobre el liderazgo de Rajoy ni sobre ninguna otra cosa que Rajoy no quiera.
Tras las elecciones de 2008, siendo eurodiputado en las filas del PP, escribí en un artículo en El Mundo: «El problema básico del PP es su incapacidad para escuchar el ruido de la calle. Vivimos en una burbuja con información retro alimentada por nosotros mismos, un mundo chato donde sobreabunda una pavorosa anemia institucional que no sólo impide el debate interno sino que, además, lo penaliza severamente. Ojalá no me pase nada por escribir esto. Las reuniones de los órganos internos se han convertido en meros actos de liturgia inútil. Es más trascendente lo que pueda pasar durante un almuerzo en un reservado en Zalacaín con sólo dos comensales ilustres que cualquier reunión institucional del partido. Lo que ahora está de moda es la demanda de disciplina irracional al jefe. Todo lo demás son ganas de tocar las narices. Ese panorama ha impedido que el PP tome conciencia de su principal problema ante la opinión pública: lo cierto -creo- es que es percibido por un sector de la sociedad como un partido antipático, activo, hosco y más gruñón de lo razonable. Hay mucha gente que no le ha votado porque hacerlo le daba dentera». El artículo me costó la cabeza pero, ocho años después, no le sobra ni una coma.
Resumen del resumen: lo más probable es que ni Rajoy se vaya a ir voluntariamente ni en el PP vaya a haber gente dispuesta a mostrarle la salida. Y no necesariamente porque anteponga sus intereses particulares al bien común, sino por algo acaso peor: porque está convencido de que lo mejor para el bien común es que él siga al frente de los mandos. O Viri le convence de que la alternativa a hacer un mutis ahora con cierta dignidad es la de pasar a la historia como el borracho de poder que llevó al partido al llanto y crujir de dientes o no hay más tu tía que hacérselo saber a través de las urnas.
La otra posibilidad es que rompa su patrón de conducta. No es imposible del todo. Hace ocho años declaró: «No considero ni conveniente ni necesario un gobierno de gran coalición a la alemana. No tenemos tradición de grandes coaliciones. Ni siquiera la hubo cuando se produjo el intento de golpe de estado. Lo saludable es que haya un gobierno y una oposición». Si ha mudado de criterio una vez, ¿por qué no puede volver a hacerlo?