Rubén Amón-El Confidencial
- Turquía, actor de primer orden en la cumbre de Madrid, representa todo lo contrario de cuanto la Alianza dice defender, desde los valores democráticos a la integridad territorial o la sintonía de la estrategia contra Putin
No es que Romano Prodi se prodigara demasiado en deslices verbales, pero el ‘expremier’ italiano incurrió en uno que espantaba la hipótesis de la entrada de Turquía en la Unión Europea. “Mamma mia, los turcos”.
Se trataba de advertir de los peligros que revestía la alianza de civilizaciones —una ‘genialidad’ de ZP—, aunque el comentario ‘off the record’ de Prodi también aludía a una comedia italiana —’Mamma, li turchi’ (1973)— cuyo protagonista era un turco provisto de un pene gigante y en permanente estado de erección.
Me parece una buena alegoría de la excitación geopolítica de Erdogan. Y de la anomalía que supone hablar retóricamente en Madrid de valores occidentales cuando el presidente turco los contraviene todos. Y cuando él mismo y sus rasgos putinistas obstruyen todo el voluntarismo de la Alianza.
“Mejor tener a Turquía dentro que fuera”, sostenía un funcionario español de la OTAN. Y puede que le convenga al ‘mundo libre’ condescender con el régimen autócrata y teócrata de Erdogan, pero las exigencias de la ‘realpolitk’ no contradicen la descripción de un país inaceptable en términos de estándares democráticos, de expansionismo territorial-nacionalista y de ambigüedades inquietantes respecto al régimen de Putin.
Se parecen demasiado el zar y el sultán como para declararse enemigos. Y cooperan en la trastienda de la guerra de Ucrania. No solo porque Erdogan adquirió armamento militar de Rusia —misiles defensivos—, sino porque las necesidades energéticas y la dependencia turística subordinan las obligaciones que exige la OTAN en la estrategia de antagonismo a Putin, más ahora, cuando el nuevo concepto estratégico ha definido el eje del mal en los límites geográficos y geoestratégicos de Rusia y de China.
Se parecen demasiado el zar y el sultán como para declararse enemigos. Y cooperan en la trastienda de la guerra de Ucrania
Erdogan es la excepción totalitaria entre los países miembros de la Alianza, una anormalidad asombrosa… y tolerada por razones de cinismo y de conveniencia. No le habrá agradado a Putin que el compadre Erdogan levantara el veto al ingreso de Suecia y Finlandia en la OTAN —la gran conclusión práctica de la cumbre madrileña—, pero las tensiones entre Ankara y Moscú proliferan tanto como los episodios de cercanía y enamoramiento.
No es de fiar Turquía, ni tiene sentido que hablemos en España de la integridad territorial de Ceuta y de Melilla cuando el propio Erdogan cuestiona con más énfasis que nunca sus derechos sobre Chipre o el archipiélago griego. El populismo nacionalista es una de las pocas bazas que le quedan para ganar las elecciones presidenciales de 2023, aunque la mayor preocupación territorial concierne a la soberanía doméstica sobre el Kurdistán. Y a los métodos militares y represivos con que Erdogan aplasta el separatismo kurdo.
Hay 12.000 presos políticos. Se ha radicalizado como nunca el acoso a la libertad de prensa. Se ha disparatado la islamización. Se ha demolido la separación de poderes. Y ha conseguido Erdogan instalar en Turquía un régimen de propaganda, de personalismo y de confesionalidad que evoca el modelo providencialista de Putin. Lo demuestra su permanencia en el poder, sus resabios de sultán otomano: primer ministro entre 2003 y 2014, jefe del Estado desde 2014 hasta nuestros días.
Turquía reúne el ejército más numeroso de la OTAN después de EEUU. Y abusa de su apabullante influencia geopolítica. Por su ubicación geográfica, entre Europa y Asia. Por sus bunas relaciones con Israel. Por su predicamento entre las naciones suníes del Golfo. Porque sus fronteras extremas —Irak, Siria, Irán— delimitan la insólita frontera oriental de la Alianza Atlántica. Y porque el baricentro del mundo no es Europa en sus ejercicios de autoestima y de onanismo ideológico, sino la puerta sagrada de Oriente.
Quiere decirse que Erdogan, el hombre del pene gigante, es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta. Así hablaba Kissinger de la anomalía de Somoza. Y así ha quedado claro en la cumbre de Madrid, aunque la acrobacia geopolítica no alcanza a encubrir que la Turquía de Erdogan, eterna aspirante a la UE, representa lo contrario de todo aquello que la OTAN asegura defender, desde los valores democráticos hasta la integridad territorial, más allá de la astucia con que Erdogan mantiene su relación de ducha escocesa con Vladímir Putin. Caliente y frío.
Erdogan y los medios afines han presumido de una victoria en Madrid. No tanto por haberse convertido en el artífice del acuerdo que permite el acceso de Suecia y de Finlandia a la OTAN, sino porque uno y otro Estado se comprometen en desbloquear los acuerdos de extradición con los ‘terroristas’ kurdos que allí se alojan. Ya no serán santuarios de la causa separatista, sino socios de Erdogan. Y cómplices del tirano turco en la manera brutal con que concibe la defensa de su territorio… y del territorio ajeno, pues el sueño de la Gran Turquía tanto concierne a la influencia del Cáucaso como afecta las relaciones directas con Grecia, país miembro de la OTAN y víctima recurrente del expansionismo de Ankara.