JAVIER ZARZALEJOS-EL CORREO

  • El populismo indigenista pretende impugnar los cánones culturales occidentales y su narrativa histórica en nombre del respeto a otras identidades

Desde que a la izquierda le desapareció el proletariado, no ha dejado de buscar sustitutivos para mantener en pie su discurso redentor. A falta de proletariado que liberar, ha abrazado todas las causas de oprimidos culturales reales o supuestos, de identidades preteridas, de colectivos sometidos. El paradigma ya no es el de la redistribución material, sino el del reconocimiento cultural en que se amalgaman minorías sexuales, reivindicaciones de género, lingüísticas o étnicas con la identidad como concepto clave que convierte la sociedad en un agregado de colectivos con cuentas pendientes frente a los demás.

La transformación del discurso izquierdista tiene evidentes contradicciones al situar la identidad y la excepción cultural por encima de la igualdad, la universalidad de los derechos y la libertad. Y, aunque arrastra a la izquierda a la connivencia con ensoñaciones premodernas -las del nacionalismo, por ejemplo-, esta operación ideológica también tiene sus grandes ventajas. No solo ha permitido sobrevivir a la izquierda vigorizada con su prédica de particularismo identitario, sino que también encalar una historia más bien oscura de opresión y totalitarismo con la proyección del valor moral de estas causas de nuevos derechos y reconocimiento de minorías.

Ahora estamos con el indigenismo, el nuevo proletariado buscado por la izquierda latinoamericana, que desde el extremo sur de Chile hasta México acapara el discurso político y la impostada indignación moral de personajes como Andrés Manuel López Obrador. Uno se puede permitir una cierta mueca de escepticismo ante tanto énfasis indigenista en una región cuya independencia es un producto esencialmente criollo en lo social e ilustrado en lo ideológico. Los indígenas eran, por el contrario, población a la que se consideraba políticamente inerte y tradicionalmente vinculada a la Corona española. En un viaje de Estado a Chile, fui testigo de cómo los representantes de los mapuches pidieron al entonces Rey don Juan Carlos que hiciera valer ante las autoridades chilenas los títulos otorgados por la Corona española que les reconocían sus derechos sobre las tierras australes.

El indigenismo, sin embargo, tal y como lo está construyendo la izquierda latinoamericana con el material que le suministra el progresismo universitario norteamericano invadido por la cultura de la cancelación, es un destilado ideológico que nada tiene que ver con los derechos de los pueblos originarios. Se trata de la enésima reedición del «buen salvaje» roussoniano, la mentirosa fabulación del filósofo ginebrino sobre un estado ideal de naturaleza que sería corrompido por la irrupción de la autoridad, las leyes y las instituciones -entre ellas destacadamente, la propiedad- que acabó con el mundo feliz en el que, en este caso, vivían los indios.

Por supuesto que nada de eso es verdad, que en ese mundo presuntamente idílico de los indígenas la crueldad más atávica que ejercían unos contra otros está bien documentada y que en términos culturales lo que en 1492 existía a uno y otro lado del Atlántico no parece equiparable. De ahí que pasar de reconocer los episodios oscuros y reprobables de la conquista americana a exigir una petición de perdón -¿de quién a quién?- histórico media un trecho notable si, además, no se reconoce que con los conquistadores llegaron también las iglesias, las universidades, el urbanismo moderno, el arte; si no se reconoce que la colonización americana dio lugar a una admirable reflexión moral y a una monumental obra jurídica sobre los títulos que podían justificar la conquista y sobre la dignidad y los derechos de los indígenas. Un perdón que exigen quienes, en todo caso, también tendrían que pedirlo, cuando menos en nombre de sus ancestros, entre ellos el propio López Obrador, en vez de intentar subrogarse en los derechos de los indígenas a los que es absolutamente ajeno.

El populismo indigenista no es más que un ingrediente muy útil de la cultura de la cancelación, cuyo objetivo es impugnar los cánones culturales occidentales y su narrativa histórica en nombre del respeto a otras identidades. Así que a Colón se le descabeza y se le derriba de las plazas y calles que recordaban su empresa, sectores eclesiásticos sin duda bien intencionados albergan la inquietud del perdón -desde los púlpitos de las tantas iglesias de bellísimo estilo colonial- y en Bolivia Evo Morales restablece las formas originarias de sanción penal; es decir, la venganza tribal en vez de la aplicación del Derecho.