- «La alternativa al perdón es el castigo y ambos comparten su voluntad de dar fin a algo que, sin interferencia, podría eternizarse» (Hannah Arendt)
El Tribunal Supremo ha hecho público su informe sobre el indulto a los políticos del procés condenados por sedición. Se trata de un informe aprobado por unanimidad y con una estricta argumentación sobre la no conveniencia de conceder dichos indultos. Es un informe preceptivo, aunque no vinculante. Pero hay que leerlo con atención porque no es un texto de trámite. El Supremo, pues, ha hablado. Ahora toca hacerlo al Gobierno.
El proceso acelerado de judicialización de la política que padecemos hace que algunos confundan lo que es un informe con una prohibición taxativa. Consideran que al Gobierno no le queda ya más opción que la de rechazar los indultos solicitados.
No es al Supremo a quien nuestra Constitución encomienda resolver las peticiones de indultos. El informe del Supremo es un informe jurídico muy sólido. Pero los indultos son actos políticos, o actos de dirección política con los que el Gobierno, en atención a razones de justicia, equidad o utilidad pública, extingue total o parcialmente el cumplimiento de determinadas penas.
Por eso, y aunque los indultos están sometidos al control jurisdiccional en base a la interdicción de la arbitrariedad de todos los poderes públicos, es el Gobierno quien ahora debe tomar no una sino doce decisiones, que serán individualizadas por cuanto nuestra Constitución ha proscrito los indultos generales.
Hasta ahora el Estado de derecho ha recurrido a la justicia retributiva para responder a los líderes del procés. Un Estado democrático no podía renunciar a la persecución penal de hechos tipificados como delitos. Lo tenía que hacer y lo ha hecho con prudencia, procesando selectiva y únicamente a los líderes y asegurando a los mismos las máximas garantías procesales. No haberlo hecho así hubiera creado una atmósfera de impunidad que minaría las bases del Estado de derecho.
La justicia retributiva, en delitos como este de sedición, asegura el castigo, pero no logra los fines de la prevención y reinserción. Por eso, frente a quienes quieren reducir la acción del Estado en el conflicto catalán a la pura retribución y cumplimiento íntegro de las penas, y también frente a los líderes independentistas que nos han llevado al borde del abismo, estamos quienes (¿tal vez una minoría?) creemos que el castigo debe ser complementado con un conjunto de ajustes necesarios para recomponer los profundos desgarrones producidos en nuestra sociedad por el procés.
Lo que con el indulto se persigue es que los hechos delictivos no determinen irreversiblemente el curso de nuestra sociedad
Mirar al futuro nos obliga a plantearnos qué papel puede desempeñar el perdón para superar los graves sucesos del procés y si es el momento y ocasión de ejercer el derecho de gracia a que se refiere nuestra Constitución. Tanto el citado informe del Supremo como las declaraciones del presidente y los ministros han puesto sobre la mesa el debate sobre la función y límites del perdón político en su forma de indulto, especialmente cuando las víctimas no son personas individualizadas sino la sociedad en su conjunto.
Es un debate necesario que no se puede escamotear con técnicas de marketing político llamando a la lealtad, reclamando confianza o parapetándose en la legitimidad del Gobierno para tomar la decisión. Esto último nadie lo discute o no lo debería discutir. Lo que importan son las razones del Gobierno para conceder o para rechazar dichas peticiones. Sin buenas razones públicas que podamos compartir los españoles, la decisión será considerada arbitraria y no servirá para cerrar este largo conflicto.
Lo primero que conviene aclarar tanto a partidarios como a detractores es que el indulto no supone una absolución que extinga la culpa y borre lo ocurrido. No se perdona el delito, no se corrige ni revisa sentencia alguna. Se extingue el cumplimiento total o parcial de la pena. Lo hecho, hecho está y es ya irreversible. Lo que con el indulto se persigue es que los hechos delictivos del pasado no determinen irreversiblemente el curso de nuestra sociedad.
Todas las sociedades a lo largo de la historia han acudido a medidas de gracia para poner fin a graves quiebras internas del orden social. Y es que hay ocasiones, decía Hanna Arendt, en las que la política necesita una facultad que opere de forma parecida a como opera el perdón en las relaciones personales: sin poder pasar página de desencuentros y agravios pasados es imposible convivir juntos. El indulto es ese instrumento que, en nuestro caso, podría ayudar a reconstruir el espacio público fragmentado por la sedición sufrida. Cierra un ciclo y se da un nuevo comienzo.
Un beneficio tan generoso como el indulto tiene que estar basado en buenas razones que nada tienen que ver con el derecho comparado, la proporcionalidad de las penas o las emociones de simpatía o rechazo que nos han producido aquellos hechos. En este caso son únicamente razones de utilidad pública las que importan.
Si entre los plurales objetivos de utilidad pública se optara, como parece, por el objetivo de recomponer el espacio público roto, política que todos deberíamos compartir, será inexorable que el Gobierno justifique cómo el indulto es el instrumento adecuado para mejor asegurar la reinserción y especialmente la prevención de nuevas violaciones de la legalidad. Es la lógica interna, la coherencia entre el objetivo socialmente útil proclamado (recoser el espacio público) y el medio al que se recurre (indultos de quienes lo han roto) lo que tiene que buscar y argumentar ahora el Gobierno para convencer a los españoles y, en caso de recurso, al Tribunal Supremo.
Una democracia no militante como la nuestra no necesita el arrepentimiento
Para hacer razonables las expectativas de no reiteración de aquellos delitos (esto es, la utilidad pública) bienvenido sería el arrepentimiento del que habla la ley, si es voluntario. Si no es así, el arrepentimiento no surgiría de una convicción íntima, sino que sería la respuesta a un incentivo externo (el indulto) y, por tanto, es muy probable que no fuera más que una impostura.
Una democracia no militante como la nuestra no necesita el arrepentimiento. Lo que sí exige y debería incluir el expediente es el compromiso expreso e individualizado de que a partir de ahora el beneficiario del eventual indulto perseguirá sus objetivos políticos por los cauces que marca la legalidad constitucional.
La centenaria ley que establece las reglas para el ejercicio de la gracia prohíbe (artículo 2.3) los indultos a los reincidentes: no se le ocurrió al legislador que pudiera darse el caso de solicitantes de indulto que de entrada prometieran reincidir. No lo dijo el legislador porque está implícito en la ley y forma parte de la lógica de lo razonable.
Es difícil encontrar en la historia a lo largo de los siglos un caso de concesión de una medida de este tipo a quien sigue proclamando su voluntad de reincidir. Un otorgamiento de indulto incondicionado tiene el riesgo de hacer más notoria la impunidad de una eventual reiteración. Por eso, sin este compromiso es difícil hablar de reinserción o de prevención, y difícilmente de utilidad pública.
Si hay una renuncia a la unilateralidad, la utilidad pública del indulto a la que se refiere el informe del Tribunal Supremo podría quedar justificada, el riesgo de arbitrariedad evitado y, en todo caso, más ciudadanos podríamos solidarizarnos con una decisión tan arriesgada. Sin esta garantía, es difícil que los españoles vean en los indultos una sólida justificación política. Y no está claro que las medidas de gracia pasen el test de la razonabilidad lógica y de coherencia interna que exige el Tribunal Supremo (por todas, STS, 20/11/2013).
Una última consideración. Nuestra democracia ha vivido momentos difíciles en materia de indultos. Ha habido ya otros casos difíciles. Pero, si mi memoria no me falla, Gobierno y oposición siempre han buscado y alcanzado el apoyo o, al menos, la comprensión.
Causa un profundo desánimo y tristeza que, en estos momentos tan delicados para la estabilidad de nuestro modelo, los partidos políticos sigan empeñados en levantar murallas en lugar de construir puentes. Es una política suicida que, si no se rectifica pronto, pagaremos todos los españoles.
*** Virgilio Zapatero es catedrático emérito, exrector de la Universidad de Alcalá y exministro de Relaciones con las Cortes.