Gregorio Morán-Vozpópuli
  • La singularidad de los medios de comunicación consiste en ser las únicas empresas que ganan más ocultando su mercancía que exponiéndola

La singularidad de los medios de comunicación consiste en ser las únicas empresas que ganan más ocultando su mercancía que exponiéndola. Esta tortuosa evidencia coloca a los periodistas en una situación de fragilidad pedigüeña. Están a merced de la ética y la probidad de quien ejerce de patrón o de intermediario entre los intereses del que manda y su poder económico. Hay países que han sabido crear cortafuegos defensivos frente a la voracidad del fuego de las instituciones. Nosotros no. La publicidad institucional del año 2022 tiene adjudicados 213,5 millones de euros.

Cuenta también la tradición, pero la nuestra no es precisamente ejemplar. Entramos en la Transición. No tuvimos un Día de la Liberación. Quizá por eso carecemos de referentes que nos ayuden a entender el recorrido entre las multitudinarias colas de serviles en el homenaje póstumo al Caudillo (1975) y el gobierno de Felipe González (1982). Medios de comunicación y periodistas no salen en la foto. Un riesgo lo de citar nombres de efímeros piratas empresariales y de columnistas salomónicos que marcaron la pauta de la opinión pública. Hoy se consideraría una mezcla estrafalaria de terrorismo y arqueología. Juan Tomás de Salas, Antonio Asensio, Sebastián Auger, Jesús Polanco y demás cetáceos, hoy varados en el olvido salvo para aquellos que aún conservamos la memoria. Memoria a secas; ni democrática ni resentida ni piadosa.

Hubo de todo; mucha indignidad y flamantes actitudes honrosas, pero el poso no permitía nadar a cielo abierto. Joaquín Bardavío podía escribir los discursos de Arias Navarro; Fernando Ónega y Raúl del Pozo los de Adolfo Suárez; Javier Pradera y el empoderado jurista Clemente Auger orientaban los de Felipe González. Ricardo de la Cierva, el falaz profesional, ejercía de gran analista en El País, que había nacido durante la presidencia de Carlos Arias Navarro. Pilar Urbano -“Suburbano” para la parroquia- derrochaba primicias en el ABC verdadero de Ansón. Fernández Armesto “Augusto Assía”, gallego profesional, sentaba doctrina, salida de su pródiga vaquería, en las páginas de La Vanguardia. Carlos Luis Álvarez – un Cándido nada volteriano- y el furtivo Pedro Rodríguez dominaban la Hoja del Lunes, monopolio de una Asociación de la Prensa preñada de aventuras delicuenciales. Todos, fallecidos y supervivientes, constituyen iconos de un tiempo febril y opaco.

Ya no eran plumillas al servicio del poder, sino apoyos sustanciales a un gobierno de cambio y de progreso

Llegó el tándem de “los sin mochila” González y Guerra, y surgió como por ensalmo una generación emboscada que se apeaba, eso creían, de los Grandes Expresos Europeos. Se cambió el paradigma, ese recurso tan maleable como el calzado deportivo, y apareció la necesidad de apoyar al primer gobierno progresista de nuestra contemporaneidad. Ya no eran plumillas al servicio del poder, sino apoyos sustanciales a un gobierno de cambio y de progreso. “Si hasta tenemos un vicepresidente que lee a Nabokov y escucha a Mahler”, oí exclamar entonces a un veterano en estas lides que aún sigue impertérrito en los flecos del presupuesto.

Aunque parezca raro a ojos de hoy, ahí se visibilizó una impostura: no apoyamos con fervor al Gobierno sino al progreso de España. Fue el momento intenso en el que ya no se trataba de lograr hegemonías en el mercado mediático sino más bien constituirse en lobbys para más altas ambiciones económicas. Pero el “currito plumilla” siguió creyendo, o quiso creer, que lo suyo era una aportación al progreso. Se ocultaba la información para no torpedear el curso inexorable de la historia. La benevolencia de la prensa adicta se convirtió en el discurso habitual. Fuera estaba el infierno del no ser.

Es por entonces cuando las plumas con futuro descubrieron Cataluña. El oasis. Allí no había disputas sobre las instituciones; frente al Madrid hirsuto, el abrevadero catalán. Los medios regados de fertilizantes económicos prometían grandes cosechas. A los que estábamos fuera del páramo nacionalista nos costó el despido, el castigo y el silencio. ¿Cómo olvidar que el Consejo de Redacción de La Vanguardia firmara con sus nombres y apellidos una exigencia a la empresa para que mis artículos fueran censurados? ¡Dos veces! Se sentían agraviados por mi incomprensión hacia la Cataluña que representaba Ómnium Cultural, una organización con ánimo de lucro creada por la parte más xenófoba de la burguesía catalana, la que representaban los Carulla y Cendrós.

Es por entonces cuando las plumas con futuro descubrieron Cataluña. El oasis. Allí no había disputas sobre las instituciones; frente al Madrid hirsuto, el abrevadero catalán

Y me echaron, y en verdad que me afectó, por más que no me satisfaga hablar en primera persona. La ejecución periodística la ejecutó el director a la sazón, Marius Carol, un payasete que hacía las veces de bufón venal del Conde de Godó, el único empresario que se forró gracias al catalanismo, al pujolismo y al procés, sin necesidad de decir “bon día”. Debería incluirse la hipocresía como un emblema junto a la bandera estelada, la butifarra y los castellers. Fue un incidente sin más consecuencias que las personales. El oasis siguió imperturbable como modelo de casta; no fue la corrupción lo que igualó todo sino la mediocridad de un gremio acostumbrado a servir. ¡Oh aquel modelo de conllevancia entre convergentes, socialistas asentados y periodistas atrápalo todo! Una adaptación de la dieta mediterránea para estómagos insaciables. Nadie con medios para expresarse escribió cosa alguna. Imponderables del oficio y a seguir dándole a la manivela del humo.

Hay que entender, traducido al sánscrito del poder, las palabras del Gran Timonel cuando dice ante los suyos que ha llegado el momento de “ir a por todas”. Las televisiones emitirán cada día como mínimo una entrevista a un ministro para exaltar los logros del Presidente. Los tertulianos y comentaristas prestarán especial atención a desdeñar burlonamente cualquier comentario intempestivo. Frente a los azares de la judicatura: fuego graneado. Son una minoría conservadora, ¡si lo sabrán ellos!, que pronto dejará de llamar la atención. ¿La sentencia de los ERE? ¡Por un solo voto! Que trabajen esas juezas de la Asociación Progresista y ya barreremos con su sentencia otoñal la fronda disidente. Ante cualquier imprevisto: echar mano del cambio climático o de la guerra de Ucrania. ¿Los acuerdos con Esquerra de Cataluña?. Ningún problema; que griten en el idioma que les pete y al que no le guste que aguante el tirón, porque el Presidente lo merece y no se le puede poner trabas a su capacidad de resistencia.

La pregunta del millón, o de los diez euros, se reduce a saber si los periodistas estamos para hacer de barrenderos del poder adecentando sus cagarrutas. ¿Qué tal si asumimos al fin que lo nuestro no va de palanganeros del gobierno, ya sea progresista, conservador o mixto? Los periodistas quizá estemos de saldo, pero lo peor es que en el entretanto los lectores se han ido al carajo.