Ignacio Camacho-ABC
- Al trasladarle su condolencia explícita, Sánchez identifica a Bildu como la familia política del terrorista suicida
A diferencia de ciertos heroicos gudaris vascos que brindaban en la cárcel cuando sus colegas sicarios asesinaban a un matrimonio desarmado, cualquier persona bien nacida lamenta la muerte de un ser humano. Incluso aunque esa muerte haya sido voluntaria -se llama suicidio- y el difunto fuese miembro de un comando terrorista condenado a veinte años. Se llamaba Igor González Sola y había sido el primer preso etarra acercado por el Gobierno de Sánchez al País Vasco, detalle pese al cual Otegi, el hombre de paz, y sus cofrades han dado en considerarlo una víctima del sistema penitenciario. Nada a lo que no estemos acostumbrados. La novedad del caso consiste en que el presidente del Gobierno trasladó el pesar «profundo» (sic) de Su Persona a los representantes de Bildu en el Senado, gesto con el que los venía a reconocer como directos parientes políticos del finado. Es decir, que el primer mandatario de la nación no sólo se solidariza en el plano humanitario con los herederos de una banda criminal sino que los blanquea tendiéndoles la mano por si resultasen necesarios -que ya lo han sido- a la hora de tejer pactos. Es la primera vez que el terrorismo recibe la condolencia oficial del Estado. Está en las actas para que nadie pueda llamarse a engaño.
Sánchez omitió para la ocasión el calificativo de «terrorista», esencial para entender la desgraciada peripecia del recluso suicida. Para un hombre que mide -o le miden- tanto los términos resulta una elusión altamente significativa que ha suscitado la comprensible indignación de las víctimas. Las palabras nombran las cosas, y por tanto dan y quitan importancia tanto en política como en la vida; la que el presidente silenció adrede es decisiva para entender por qué Igor González cumplía una severa pena impuesta por un tribunal de justicia. Pero en el nuevo relato del posterrorismo, la violencia adquiere una condición remota, borrosa, accesoria, nimia; como un contexto incidental que poco a poco se va disolviendo en la bruma imprecisa de la narrativa contemporizadora sobre una normalización ficticia. Los crímenes de ochenta años atrás necesitan una catarsis colectiva; los de hace veinte es mejor enterrarlos bajo la pátina de una mentalidad olvidadiza, flexible, transigente, ambigua, en la que pronto serán indistinguibles las antipáticas, crueles verdades y las mentiras conformistas.
En los últimos seis meses, el presidente ha dispuesto de cincuenta mil oportunidades -o treinta mil según sus cicateras cuentas- de expresar a otras tantas familias españolas una condolencia personalizada. Lo hizo muy a destiempo y en una ceremonia funeraria abstracta, genérica, casi a rastras de una opinión pública que no entendía la causa de la tardanza. Sólo le ha hecho falta una semana para manifestar su pésame a los legatarios políticos de un etarra. Quién dijo que era imposible retratar el alma.