Luis Ventoso-ABC

  • Ya no se levanta una voz en el PSOE cuando se pisotea a sus muertos

El sábado 27 de octubre de 1979 llovía a mares sobre Guipúzcoa y corría un fresco desapacible. A las cuatro de la tarde, el militante socialista Germán González López, de 34 años, aparcaba en la plaza de Urretxu, un pueblo de 6.000 vecinos del interior de la provincia. Al abrir el maletero del coche, un modesto utilitario Seat 127 propiedad de su hermana, dos pistoleros de los Comandos Autónomos Anticapitalistas, una escrecencia etarra, comenzaron a dispararle por la espalda. Nueve tiros de munición 9 milímetros Parabellum, de los que siete hicieron blanco y mataron a Germán. Txiqui Benegas, secretario general de los socialistas vascos, condenó «este atentado de los fascistas de ETA contra la clase trabajadora». El PSOE convocó una manifestación de repulsa contra la banda terrorista en Zumaya, el pueblo del litoral guipuzcoano donde vivía su compañero. Siete mil personas marcharon en silencio frente al domicilio de Germán.

Dos días antes del atentado, los vascos habían aprobado en referéndum su Estatuto de Autonomía, con un apoyo del 90,2%. Germán había hecho campaña a favor desde su pequeño cargo de secretario de propaganda en Zumaya. Soltero, vivía en un piso angosto con su hermana, su cuñado y una sobrina de cuatro años. Había nacido en un pueblo de Ávila y era un trabajador pluriempleado: soldador en Berdana S.A. y fotógrafo.

Ya nadie se acuerda de Germán, el primer mártir socialista asesinado por defender públicamente en el País Vasco la unidad de España y las libertades y derechos constitucionales. Pero en su familia lo recuerdan cada día, por supuesto. En 2011, su sobrina contó como vivió el día del asesinato. Recordó que la Cruz Roja llegó al piso de Zumaya y entregó a su madre la ropa que vestía su hermano, desgarrada por los tiros y manchada por grandes pegotes de sangre apelmazada. Recordó a su madre, con la cabeza ida de dolor mientras lavaba en la bañera como una autómata la vestimenta de su hermano. Recordó el féretro con el cadáver de su tío, colocado en la pequeña salita del piso, y cómo «mi casa se fue llenando de gente importante y seria, de la que salía en la tele, que le daba la mano a mi madre». Lamentó que «enseguida se olvidaron de nosotros». Y que ahora en el pueblo ya manda Bildu, la continuidad política de lo que había sido ETA. Y que «mientras que nosotros nos quedamos solos, con el corazón roto y el miedo en el cuerpo, el ayuntamiento subvenciona a los familiares de los etarras».

Luego ETA mató a más socialistas: Enrique Casas, Vicente Gajate, Fernando Múgica, Tomás y Valiente, Buesa, Jáuregui, Ernest Lluch, Froilán Elespe, Juan Priede, Pagaza, Isaías Carrasco. Bombas bajo los coches, tiros en la nuca y la cabeza. Familias heridas para siempre. Militantes aterrorizados por el clima violencia, que no podían defender sus ideas en igualdad de condiciones con el nacionalismo.

Sánchez transmite a Bildu en el Senado su sentidísimo luto por el suicidio de un etarra que cumplía pena de prisión. No se levanta ni una sola voz en el PSOE en defensa de la memoria de sus muertos. Huelgan adjetivos. Todo está dicho.