JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS-EL CONFIDENCIAL

  • La condolencia de Sánchez en el Senado por la muerte de un terrorista de ETA, sin calificarlo así, fue un peaje quizás exigido por EH Bildu, que desde este lunes es ya socio estratégico para los PGE

Hace una semana, el presidente Pedro Sánchez expresó desde la tribuna del Senado su pésame por la muerte —suicidio— del preso de la banda terrorista ETA Igor González Sola. El etarra se quitó la vida en su celda de la cárcel de Martutene (San Sebastián). Estaba condenado a 20 años de prisión por los delitos de colaboración con banda armada, depósito de armas y falsificación. El fallecido fue uno de los primeros miembros de ETA acercados al País Vasco por el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska.

Es extraño, por inusual, que nada menos que el presidente del Gobierno haya expresado ante el Senado sus condolencias por este hecho luctuoso. Lo controvertido del pésame de Sánchez no tiene que ver con el hecho de dolerse compasivamente por el mal ajeno. Es humano —lo contrario sería odioso— sentirse conmovido por la muerte del otro, sea quien fuere. Pero ese sentimiento de condolencia debería quedar en el ámbito privado, sin institucionalización, salvo que la pretensión del pésame vaya más allá y se convierta en un recurso torticeramente político.

En este caso lo fue, porque desde EH Bildu, tanto sus portavoces autorizados como su propio líder, Arnaldo Otegi, han agradecido el simbolismo (se entiende que político) que conlleva esa manifestación presidencial, por sus omisiones descriptivas, ante la Cámara Alta. Hay que estar a los términos del lamento de Pedro Sánchez: sin adjetivar de ‘terrorista’ al preso fallecido y sin aludir a su pertenencia a la banda ETA, que tampoco se connotó expresamente de ‘terrorista’.

Todo tiende a parecer un peaje del socialista, porque este lunes se ha conocido que los bildutarras se convierten en socios estratégicos del Gobierno para los Presupuestos. De inmediato, Carmen Calvo negociará cara a cara con su portavoz en el Congreso, después de conversaciones telemáticas exigidas por un Otegi que ha bendecido la interlocución con la Moncloa, sin que se sepa, de momento, cuándo y cómo reaccionará el PNV, su gran rival en el País Vasco.

Ya es sabido que no existe lo que podría ser un principio de reciprocidad —si fuese posible moralmente que lo hubiera—, porque desde EH Bildu no hay condena de los delitos del preso que se ha suicidado ni de ningún otro de los terroristas etarras. Por no condenar, la coalición radical no ha condenado ni el ataque al domicilio de la secretaria general del PSE, Idoia Mendia, ahora vicelendakari del Gobierno vasco.

El líder de Bildu, Arnaldo Otegi, en una comparecencia. (EFE)
El líder de Bildu, Arnaldo Otegi, en una comparecencia. (EFE)

Más aún, el enaltecimiento y la complicidad con los miembros de la banda continúan. El sábado pasado, el que fuera uno de sus jefes, Daniel Pla, ahora en libertad con medidas cautelares, asistió a un acto organizado por Sortu —partido que forma parte de la coalición EH Bildu— a favor de los presos etarras y en contra de la política penitenciaria de dispersión, ya muy residual, que todavía mantiene el actual Gobierno. La placa que recuerda a Gregorio Ordóñez en la capital donostiarra acaba de aparecer prácticamente destruida sin que apenas algunos medios del País Vasco hayan dado noticia del atentado moral a la memoria del dirigente del PP, asesinado en 1995.

Mientras EH Bildu adquiere una posición de total legitimidad en la política nacional gracias a la interlocución que le presta el Ejecutivo de Sánchez, persiste la ausencia de catarsis ética en el radicalismo ‘abertzale’. La asimetría es tan evidente que solo se explica desde las necesidades de los partidos en el Gobierno, que precisan de los cinco escaños de los de Otegi en el Congreso de los Diputados. Un juicio de valor sobre este comportamiento del presidente del Gobierno lo ha aportado José María Múgica, hijo del asesinado Fernando Múgica y sobrino del también fallecido ministro socialista de Justicia Enrique Múgica. Ha dicho: “Esta dinámica insufrible, hablar de Bildu como una fuerza progresista, es una absoluta perversión de los fundamentos de la izquierda histórica”.

Además de a los intereses cortoplacistas del Gobierno, este gesto inédito de su presidente nos remite a la cultura de la cancelación, o del oprobio (‘cancel culture’), denunciada por hasta 150 personalidades progresistas, entre las que estaban las firmas de Noam Chomsky, Francis Fukuyama o Jonathan Haidt, en un manifiesto aparecido en la revista ‘Harper’s’ el pasado 7 de julio y que fue respaldado por otro en España suscrito días después.

En ambos escritos, se aboga por la auténtica libertad de expresión y, sobre todo, por la proscripción del encarcelamiento intelectual y semántico que impone lo políticamente correcto, que consiste en la cancelación de expresiones, palabras y conceptos que, simplemente, son un desaforado progresismo de distinta laya, estigmatiza con los peores adjetivos. Y provoca retraimiento discursivo, timidez expositiva y elipsis argumentativa.

El pésame de Pedro Sánchez por la desafortunada muerte de Igor González Sola —sin citar la razón de su encarcelamiento y su militancia en la banda terrorista— cumple así los dos principios más perversos posibles en la vida pública: el primero, es que se rompen los esquemas parlamentarios con una condolencia que solo trata de granjearse el favor de cinco escaños radicales en el Congreso (objetivo conseguido, por cierto) y, el segundo, cancela con el silencio descriptivo la ultraactividad moral que el fenómeno terrorista de ETA debe seguir teniendo en nuestro país, toda vez que su entorno civil, heredero de sus propósitos a lograr por otras vías, no ha condenado su larga trayectoria criminal, justificándola en la existencia de un supuesto e inveterado ‘conflicto’ con los Estados español y francés, que estarían oprimiendo a Euskal Herria.

En un ensayo excelente publicado por ‘Letras Libres’ (n.º 228), Emily Yoffe sostiene que “vivimos en una época de timidez personal y de impiedad colectiva”. Impiedad es una gran palabra que expresa un extraordinario concepto que describe una actitud, política en este caso, que sobrepone la permanencia en el poder al exorbitante precio de la deshumanización ética del ejercicio de la política. La cuestión es: ¿hasta dónde está dispuesto a llegar Pedro Sánchez?