Ignacio Varela-El Confidencial
Pero la pelea de gallos entre Iglesias y Sánchez echó a perder lo que hasta entonces había ido como la seda. Las elecciones repetidas en España alejan en el tiempo las catalanas
Se entiende el inmenso cabreo de Gabriel Rufián ante el cisma en la izquierda española que ha provocado estas elecciones. Todos los astros estaban alineados para pasar a la fase ejecutiva del plan estratégico urdido por Junqueras en sus sucesivas celdas. Un plan que siempre contó con el asentimiento expreso de Pablo Iglesias y tácito de Sánchez e Iceta, y cuyo origen remoto está en aquella legendaria cena en casa de Jaume Roures en agosto de 2017.
En síntesis, la fórmula entonces bosquejada consistía en devolver el poder a la izquierda, en España y en Cataluña, mediante un doble tripartito: en Madrid, un Gobierno de coalición del PSOE y Podemos, respaldado desde fuera por ERC. En Cataluña, ERC controlando la Generalitat con un programa soberanista no insurreccional, con la colaboración de los comunes y una oposición amable por parte del PSC. Todo ello, a la espera de que, en el plazo de 10 o 12 años que señaló el imprudente Iceta, maduren las condiciones para replantear un referéndum de autodeterminación, contando ya para entonces con el apoyo a la independencia del 60% de los catalanes. Lo que solo sería posible con un Gobierno catalán preparado para instalarse duraderamente en la línea fronteriza de la ley y un Gobierno español dispuesto a consentirlo. Ambos de izquierdas, por supuesto.
El mantra explicativo sería, cómo no, el del diálogo. Lo observa bien Lola García en ‘La Vanguardia’: “Tanto el PSC como ERC, junto con los comunes, constituyen una sólida mayoría que defiende salidas tranquilas y transversales al conflicto catalán, mientras JxCAT, por un lado, y Ciudadanos y el PP, por el otro, se mantienen en la dinámica de bloques”. De esta distribución de roles nacería un nuevo marco político, válido igualmente para Cataluña y para España: las izquierdas defensoras del diálogo y de las ‘salidas tranquilas’ (¿hacia dónde?), frente a las derechas crispadoras e hiperventiladas, promotoras de la confrontación.
Obviamente, ello exigía que se consumaran consecutivamente tres procesos: a) la toma del poder central por la concertación PSOE-Podemos; b) la quiebra del bloque constitucional, divorciando a los socialistas de la derecha española, y del bloque independentista, triturando los restos de Convergència y estableciendo la hegemonía de ERC; c) la ocupación plena de las instituciones catalanas por parte de los testaferros de Junqueras, dejando al caótico Puigdemont abandonado a su propia deriva y apoyándose en los compañeros de viaje del viejo y sabroso tripartito. Al fin y al cabo, todo empezó ahí.
La moción de censura fue el primer ensayo general —exitoso— de la ‘fórmula Roures’. Pedro Sánchez, instalado en la Moncloa, procedió a liquidar el frente constitucional de 2017 y abrió la llamada ‘ruta del diálogo’ con el secesionismo, que se plasmó en la imagen de Pedralbes. Todo ello bajo el patrocinio de Iglesias, suministrador del material discursivo y gozne estratégico de toda la operación.
Hubo un serio incidente de recorrido en el Ayuntamiento de Barcelona cuando Manuel Valls prácticamente obligó a Colau a aceptar la alcaldía en perjuicio del hermano de Pasqual Maragall. Aun así, se mantuvo la parte esencial del plan. El PSC contribuyó al destierro institucional de Ciudadanos y PP e intercambió alcaldías con Esquerra en toda Cataluña; y como no hay mal que por bien no venga, se incorporó a la mayoría de izquierdas en la capital —lo que habría sido mucho más embarazoso con Maragall como alcalde—. En estos días, se cocina un trueque para seguir ligando la salsa del guiso: los presupuestos de la Generalitat a cambio de los del Ayuntamiento de Barcelona.
El siguiente paso era asegurar para cuatro años el control del Gobierno de España por la izquierda consentidora; el resultado de las elecciones generales parecía abocar a ello. Y a continuación, provocar unas elecciones en Cataluña que sentaran a un delegado de Junqueras —presumiblemente, Pere Aragonès— en el trono que ahora ocupa el delegado de Puigdemont.
Mientras no esté claro quién manda en España, no tiene sentido abrir el melón electoral en Cataluña
Pero la estúpida pelea de gallos entre Iglesias y Sánchez echó a perder lo que hasta entonces había ido como la seda. Las elecciones repetidas en España alejan en el tiempo las catalanas. Mientras no esté claro quién manda en España, no tiene sentido abrir el melón electoral en Cataluña. Entre otras cosas, porque un eventual Gobierno de la derecha en Madrid (incluso un Gobierno del PSOE consentido por la derecha) obligaría a rehacer todo el plan y regresar a la escalada insurreccional. Además, tras lo sucedido entre los ‘socios preferentes’ de la izquierda, la perspectiva de un reparto pacífico del poder entre ellos tras el 10-N es muy problemática. Más bien parece, maldita sea, que volverán a matarse durante la campaña y después de ella, y que Cataluña será uno de los pretextos de la bronca.
Los nacionalistas tienen que volver a medirse en el incómodo territorio de unas elecciones españolas, tradicionalmente favorables para el PSC. Una cosa es admitir a los socialistas catalanes como comparsas del plan a cambio de la benevolencia de su jefe en Madrid y otra que se vengan arriba. Y Puigdemont tiene una carta más que jugar antes de las catalanas. Su carta, como siempre, será la del martirio. No el suyo, faltaría más, sino esta vez el de su vicario. El pobre Torra está ya completamente amortizado. Pero antes de enviarlo al desván de los trastos inútiles, le van a requerir que preste un último servicio a la causa de su patrón: hacerse encarcelar antes del 10 de noviembre. Durante las próximas semanas, veremos al cruzado Torra multiplicar todo tipo de provocaciones y desacatos hasta que a un juez se le hinchen las narices y lo meta entre rejas. Bingo para el estraperlista de Waterloo, siempre listo para beneficiarse del sacrificio ajeno. Eso quizá valga un par de escaños para seguir viviendo del cuento.
¿Y la sentencia? Primero, habrá que ver cuándo sale. Pero aunque parezca extraño, el plan Junqueras preveía metabolizar la sentencia como un doloroso accidente en el recorrido, controlando que la onda expansiva de la reacción sea suficientemente fuerte para que la parroquia se desahogue pero no tanto como para desestabilizar a los ‘socios preferentes’ de Madrid que, según el plan previsto, para entonces ya deberían estar gobernando juntos. Pero ahora, con esta situación y unas urnas inminentes, todo cambia y habrá que meter más pólvora a los petardos. Ya se lo dijo Rufián a Sánchez y a Iglesias, confundiendo la música con las gónadas: hasta los bemoles nos tenéis.