Aquel ripio encerraba toda una nueva filosofía de la vida y lo decía todo de una naciente clase media.
Una de las refinadas torturas que está practicando esta crisis económica con los españoles es la de devolvernos al pasado; la de desenterrar hábitos y oficios que creímos extinguidos para siempre por esa prosperidad que hoy comprobamos que era efímera y precaria. Vuelven los afiladores, los limpiabotas, los zurcidos, los emigrantes, los tumbados de «La Colmena», los peluqueros a domicilio… Cualquier día de éstos los cafés recuperarán las escupideras para los clientes tísicos. Y es que la pobreza ha sido siempre vieja, prehistórica. Nos remite a la cueva y al taparrabos. La vejez es su esencia. Por eso un viejo pobre es una tautología de la desgracia, una tristeza redundante, una calamidad al cuadrado.
Y, en este panorama de las lacras pretéritas que regresan, me entero de que la penuria ha llegado también a la empresa Pikolín y de que hay más de un centenar de empleados que están viendo peligrar sus puestos de trabajo. Para mí, es que Pikolín forma parte de algo más importante aún que eso que llaman los cursis leídos «mi educación sentimental». Pikolín forma parte de mi mitología infantil. Es aquel naïf e ingenuo lema publicitario que repetían las teles en blanco y negro de los años sesenta —«A mí plin, yo duermo en Pikolín»— y que lo decía todo de una naciente clase media que se deshacía de los colchones de lana con sus hoyos, sus pises y sus pulgas para proclamar una suerte de felicidad sencilla y modesta, relacionada con los muelles y las elasticidades de las nuevas camas. Dormir en Pikolín era el sueño de un pueblo que ya había olvidado la guerra y que quería olvidar también la posguerra para zambullirse en el desarrollismo.
Era la utopía inmediata y doméstica de la España posterior a la visita de Eisenhower; la sustitución sociológica del verticalismo sindical por la horizontalidad del puesto laboral fijo, bien amarradito, práctico y segurolas, sin ideología ni poesía. Porque el ripio de Pikolín con plin encerraba toda una nueva filosofía de la vida. Era la prosaica, apolítica y doble negación de la lírica roja de Hernández y del garcilasismo falangista. Era la tranquilidad sin libertad, pero también sin inquietud. Era la siesta sin sueños épicos pero también sin pesadillas. Era la estabilidad hermosamente mediocre que ya no tenemos y que resulta que era el paraíso.
Pues sí. Se me hace raro y duro oír la palabra Pikolín asociada a ERES, despidos, derechos de antigüedad ignorados, congelaciones salariales, comités de empresa, la manifa de ayer en Zaragoza… Los trabajadores de Pikolín están en el polo opuesto a aquel durmiente y entrañable lema. Y tampoco los patrones de esa firma pueden decir que «a ellos plin». En realidad “a mí plin” no lo puede repetir ya nadie en España, porque queda como feo e insolidario. ¿Quién iba a decir que ese cándido eslogan iba a ser hoy el colmo de la incorrección política en un país que se acaba de caer de la cama y que aún está despertándose, en el suelo, de su sueño de nuevo rico?
Iñaki Ezkerra, ABC 04/01/13