Roberto Uriarte-El Correo
- Las sensibilidades de Urkullu y de la nueva generación no son idénticas
El nacionalismo flamenco fue históricamente referente importante para el nacionalismo vasco, especialmente mientras existió Volksunie, un partido moderado y ‘atrapalotodo’ (‘catch-up’) dentro del que convivían sectores desde la derecha al centro-izquierda y desde el independentismo hasta el federalismo. Con los años, dentro del nacionalismo flamenco se fueron imponiendo las escisiones netamente independentistas y cercanas a la ultraderecha y al supremacismo; y Volksunie entró en declive, hasta su disolución en 2001. También en el nacionalismo conservador catalán, otro referente importante del vasco, se ha producido una deriva tras la disolución de Convergència y la sustitución de sus estrategias posibilistas por otras de tipo irredentista.
El PNV se enfrenta a lo que sus propios líderes han definido como el cierre de un ciclo, que comenzó con la escisión de Eusko Alkartasuna y en el que los hijos políticos de Arzalluz consiguieron recuperar la hegemonía del espacio. Se trata, sin duda, de una historia de éxito. Y no solo por comparación con otros nacionalismos, incapaces de conservar la centralidad política en sus países, sino también tomando como referencia los partidos conservadores en general.
El mismo 2001 en que se disolvía el referente flamenco del PNV dejaba de existir propiamente el que había sido el referente internacional de dicho partido: la Internacional Demócrata Cristiana. Dentro de los partidos de derechas se ha producido en las últimas décadas un declive del modelo político democristiano, que era el más hegemónico y que daba importancia a estar presente en el mundo sindical e integrar a sectores trabajadores a los que la doctrina social católica aportaba cierto contrapeso compasivo o paternalista en la defensa del ‘statu quo’.
Hoy las derechas, en general, han abandonado cualquier vestimenta compasiva y se presentan como meras defensoras del individualismo posesivo y de la reproducción del ‘establishment’ a partir de una supuesta ley meritocrática: cada persona está donde está exclusivamente por su mérito y no le debe nada a la comunidad en la que ha prosperado, ni mucho menos a quienes ha dejado atrás en su carrera particular. Las derechas modernas son derechas ‘sin complejos’.
¿Cómo se sitúa el PNV dentro de ese panorama? Es cierto que abandonó su definición demócrata cristiana y sus antiguos vínculos con el mundo sindical. Es evidente también que defiende los intereses de los grandes poderes económicos, con los que mantiene amplias puertas giratorias. Su sintonía con las organizaciones empresariales es tanta como su falta de sintonía con las sindicales. Sin embargo, su discurso no es estrictamente de ‘sálvese quien pueda’, ni de responsabilizar de nuestros males a los extranjeros o al feminismo. Compagina la defensa del ‘statu quo’ con un discurso de bajo perfil ideológico, populista y tecnocrático, incluso a veces progresista en lo que no sea económico, propio de un partido ‘catch-up’. En una sociedad como la vasca, en la que el vínculo comunitario es relevante, esto le ha permitido mantenerse en una centralidad cómoda, que solo ha empezado a tambalearse últimamente.
Es verdad que en el PNV conviven distintas almas, pero en el ciclo político de Urkullu ha sabido mantener el equilibrio entre los líderes más contenidos y aquellos otros -principalmente, de las nuevas generaciones- que defienden sin complejos el modelo neoliberal; no solo en las medidas, sino también en el relato. En dicho ciclo, estos sectores solían identificarse con la Diputación de Bizkaia, que marcaba perfil en fiscalidad, impulsaba políticas tan poco sociales como la de otorgar un trato de favor a los ejecutivos extranjeros o promovía un proyecto tan insostenible como el de ubicar un Guggenheim 2 en pleno corazón de la reserva de Urdaibai, propuestas que no generaban entusiasmo en Urkullu.
Urkullu deja un legado con luces y sombras. Entre las luces, el desarme verbal, los acuerdos con diferentes, la prudencia y el sentido de la institucionalidad; entre las sombras, redes clientelares como la del ‘caso De Miguel’ y, especialmente, el proceso de deterioro de los servicios públicos. Ahora que el PNV ha decidido cerrar el ciclo político de Urkullu y dar paso a una nueva generación, está por ver cómo ubican a su organización pero, aunque insistan en la idea de continuidad, es evidente que sus sensibilidades no son idénticas. Prueba de ello son las divergencias de los últimos días entre el lehendakari y el candidato Pradales en relación al proyecto que impulsa este último de ubicar en la marisma de Urdaibai unas infraestructuras museísticas y de restauración que pretenden atraer una avalancha anual de 120.000 turistas a la zona más sensible y necesitada de protección de la reserva. Urkullu ha vuelto a demostrar prudencia al congelar el proyecto. Veremos a sus sucesores.