Nacho Cardero-El Confidencial
Lo más preocupante no es el confinamiento de la población —a todas luces necesario, vista la reducción del número de muertos e infectados—, sino el confinamiento de la legalidad
Esto del coronavirus debería ir de salvar vidas y solo de eso, pero en puridad va de mucho más. Se está utilizando la excepcionalidad de la situación para sustraer derechos y libertades a los ciudadanos con decisiones extrajurídicas, en algún caso, y directamente antijurídicas, en otros. Un asalto al sistema de garantías que en un momento podría resultar legítimo con el objeto de frenar la pandemia, pero que en puntos concretos se está convirtiendo en abuso de poder. “Donde acaba la ley”, decía John Locke, “empieza la tiranía”.
Lo más preocupante no es el confinamiento de la población —a todas luces necesario, vista la reducción del número de muertos e infectados—, sino el confinamiento de la legalidad.
Un secuestro del que están siendo víctimas el Congreso de los Diputados, hasta hoy orillado en la toma de decisiones; los ciudadanos, exponiéndose a la geolocalización de sus móviles para saber de la trazabilidad del virus, sin que haya mecanismo prefijado de desactivación y coincidiendo justo con la entrada de Pablo Iglesias en el CNI, y las empresas, a las que los últimos reales decretos ‘expropian’ sus rentas, haciéndoles asumir un coste que correspondería al sector público.
De estos abusos tampoco han quedado exentos los periodistas, a los que Moncloa ha querido aplicar la misma unilateralidad que a la oposición, teniendo que rectificar posteriormente ante la presión de la opinión pública. A partir de ahora, en las ruedas de prensa del Gobierno se permitirán las preguntas en directo y por videoconferencia.
Con la excusa del confinamiento, el Ejecutivo ha minusvalorado el artículo 20 de la Constitución, que consagra el derecho de los ciudadanos a una información veraz, y ha desplegado toda su parafernalia a mayor gloria del presidente con el uso propagandístico de las ruedas de prensa, la adulteración de las preguntas y respuestas, la emocionalidad prefabricada de teleprónter, el plagio a JFK y la solemnidad impostada.
De igual modo, ha eludido los detalles más relevantes de la crisis, no ha dado información precisa sobre cómo nos encontramos, ni dice dónde nos vamos a encontrar dentro de un mes. Tampoco lanza un mensaje verídico, cuantificable, sobre la crisis económica que nos está arrasando como un tsunami, ni se planta ante la Unión Europea con una exigencia valiente, ni pide disculpas por el timo chino o el quilombo turco.
Los modales con los que el Ejecutivo ha tratado de gestionar la pandemia del Covid-19, y que ahora intenta enmendar con un mayor consenso parlamentario y con la modificación de las ruedas de prensa, han hecho mella en la imagen del Gobierno. A comienzos de la crisis, según datos de Metroscopia, la actuación de Pedro Sánchez obtenía el rechazo de solo un 24% de la población. Ahora, este porcentaje se ha disparado al 51%.
«El coronavirus está siendo aprovechado por algunos políticos para hacerse con más poder del que una democracia puede permitirse»
“Somos muchos los juristas que pensamos que la actual situación de estado de alarma no está cubierta por la Constitución —art. 55 y 116— de acuerdo con lo que dispone la Ley Orgánica 4/1981. No es una situación banal la que se está produciendo. No hace falta mucho esfuerzo para imaginar si fuera un Gobierno de distinta ideología cómo se le estaría calificando. En una democracia, el instrumento jurídico con el que se adoptan medidas restrictivas de los derechos fundamentales es vital”, escribía un lector ilustrado en correo electrónico.
No es el único que piensa así. Otras voces como las de José Antonio Zarzalejos en este mismo periódico («El Gobierno, fuera de control») o Juan Luis Cebrián en ‘El País’ («Un cataclismo previsto») se han referido a la situación derivada de la crisis en términos similares.
Los juristas dudan de igual modo de la legalidad de la última medida anunciada por Sánchez, la de aislar a los asintomáticos o contagiados con síntomas leves, por equivaler prácticamente a un encarcelamiento, y el socialista Joaquín Leguina y economistas como Guillermo de la Dehesa, Juan José R. Calaza o Andrés Fernández Díaz se quejan, en un polémico manifiesto, de que el confinamiento es «una medida fascista, ineficaz, humillante, traumatizante y destructiva, que supone más problemas que soluciones».
Los avisos a navegantes se suceden dentro y fuera de nuestras fronteras. ‘The New York Times’ señalaba en su edición del pasado 30 de marzo cómo el coronavirus era la oportunidad perfecta para algunos políticos de hacerse con más poder de lo que, en situaciones normales, una democracia puede permitirse, y Yuval Harari advierte: «Si no tomamos la decisión correcta, quizá nos encontremos renunciando a nuestras más preciadas libertades, convencidos de que esa es la única manera de salvaguardar nuestra salud».
Ya lo dice Saadi, el poeta persa ahora citado por Sánchez: “Un hombre tirano no puede ser rey / Ni tampoco un lobo puede ser pastor / Y es que un rey que instaura una tiranía / Zapa la muralla de su propio reino”.