El poder de un mito

Antonio Elorza, EL CORREO, 29/10/12

Aun antes de que Patxi López renunciase al reto, los intentos de promover una tercera vía, la construcción nacional no sabiniana, fracasaron siempre

Claude Lévi-Strauss explicó que en las sociedades primitivas, los mitos surgen como resultado de un proceso de creación colectiva, no de un momento de reflexión a cargo de un grupo o de un individuo. Ese componente colectivo se encuentra asimismo en la génesis, primero, y en la consolidación más tarde de los mitos políticos en el mundo contemporáneo. Coincide también la estructura del discurso mítico, asentado siempre sobre una determinada concepción de los orígenes –la independencia originaria en el nacionalismo vasco–, a partir de la cual cobra forma una visión totalizadora dentro de la cual no cuenta la racionalidad, sino la cohesión interna de su trama. Gracias a la misma los individuos adquieren una visión global de la realidad, y ella les proporciona una seguridad absoluta en sus concepciones y valores, así como directrices para la acción, por encima de cualquier criterio racional.

El mito «explica todo a la vez, configura un sistema de articulaciones que da cuenta de la totalidad de las experiencias de una sociedad en la relación con el mundo». El rasgo diferencial observable en la construcción de los mitos contemporáneos consiste en la intervención decisiva de intelectuales y/o grupos políticos que adaptan y reordenan los elementos míticos procedentes de la sociedad tradicional, con una finalidad bien concreta: imponer sus intereses en el marco de los conflictos que acompañan a la modernización. En una palabra, el mito contemporáneo no procede de una gestación inconsciente, sino que debe ser funcional, responder a una exigencia de preservación o conquista del poder, como sucede en la formulación sabiniana del nacionalismo vasco.

En el caso que nos ocupa, la construcción mítica del nacionalismo vasco, los rasgos diferenciales no son solo el resultado de una invención de la tradición. El idioma, el pasado foral, la forma específica de modernización, son otros tantos fundamentos de una posible construcción nacional. Pero entramos de lleno en el mito cuando todo nacionalista convierte en referencia simbólica fundamental a una Euskal Herria, encabalgada sobre la actual frontera hispano-francesa, que nunca existió como sujeto político. A ello habría que añadir la exhibición del pasado foral como prueba de una inexistente independencia originaria, sustentada en gloriosas gestas medievales de cartón piedra, por no hablar de la profesión de fe en un ‘pueblo vasco’, heredero directo para líderes como Ibarretxe, e incluso para el juicioso Urkullu, del ‘homo pirenaicus’ ya vascohablante en el Paleolítico. Parece imposible que tales cosas formen el bagaje creencial de vascos ilustrados del siglo XXI. Ninguno de esos pilares ideológicos resiste la menor crítica, pero eso en nada impide que opere a pleno rendimiento un patriotismo de comunidad, donde la singularidad del ‘pueblo vasco’ o el objetivo político de la independencia de Euskal Herria son asumidos por las dos caras del nacionalismo como verdades indiscutibles, cuyo rechazo lleva a la consideración del discrepante como ‘enemigo’.

El acierto de Sabino Arana consistió en aunar una definición identitaria muy agresiva, desde un nacionalismo de raíz biológica que conduce a la designación de un chivo expiatorio –el español–, con el llamamiento final a un capitalismo que asumiera las exigencias patrióticas. El patrón ignaciano facilitó las cosas, avalando la conjugación del absolutismo de los principios con una máxima flexibilidad en la elección de los medios. La tensión entre ambos componentes persistirá a lo largo de más de un siglo, con la mitología independentista como emblema de ortodoxia, gravitando sobre una política de contenido pragmático, pero que nunca corta el cordón umbilical con los orígenes, y con el consiguiente discurso de violencia, de vocación de exterminio o subordinación radical del otro. ETA era el adversario, pero el enemigo seguía siendo España. Por encima de las condenas de «la violencia», las posiciones del PNV, desde su rechazo a mediados de los 90 de las movilizaciones anti-ETA a la también reiterada descalificación de la Ley de Partidos, fueron la expresión de esa postergación de la política democrática a favor de la identitaria, consumada en Lizarra-98.

La doble cara de la política del PNV tuvo consecuencias inesperadas. La conquista de la representación legítima de la sociedad vasca –lograda por efecto del ‘alzamiento’ en 1936–, no se vio alterada, al verse confirmada su primacía en las elecciones de 2001, como si no hubiera tenido lugar la oscilación del pasado inmediato entre gestión democrática y pasividad, luego alianza con ETA. Arzalluz había fracasado en su intento de consolidar una hegemonía indiscutible del nacionalismo. Ahora ésta llegará de la mano de la eficaz presión totalitaria de la izquierda abertzale, haciéndose dueña por terror e intimidación del espacio público. Aun siendo contrarios a la ‘violencia’, la mayoría de los vascos no optaron por la resistencia activa, amparados en la ambivalencia del PNV. ETA fue así pieza clave para la actual hegemonía nacionalista.

El error táctico del plan Ibarretxe y el bloqueo de la representación de la izquierda abertzale, ocultaron el problema de fondo: la ausencia de una alternativa real a la ideología dominante, fuera del minoritario españolismo. Aun antes de que Patxi López renunciase al reto, los intentos de promover una tercera vía, la construcción nacional no sabiniana, fracasaron siempre. La comunidad ‘españolista’ existe solo a efectos polémicos en el imaginario abertzale; en Euskadi había y hay una sola comunidad, la vencedora en las elecciones. Menos mal que, como en 1906, el Concierto económico marca una importante divisoria interior.

Antonio Elorza, EL CORREO, 29/10/12