- La monarquía parlamentaria se construye sobre una paradoja. El poder más frágil, que es el simbólico del rey, es el último dique para contener al más fuerte, que es el del Gobierno.
Pero ¿qué es más probable? ¿Que el rey mate a alguien o que el presidente del Gobierno se extralimite en sus funciones? La democracia es una red muy fina tejida con los hilos de lo simbólico. Una red que aguanta las caídas y que impide las fugas. Es una red que protege en un doble sentido. Al débil cuando se cae, y del fuerte cuando se excede.
Las democracias modernas siempre mueren por el punto en el que son más fuertes: por el poder del Gobierno. El principado, que es la forma antigua de designar la reunión de todos los poderes en el jefe del Gobierno, es la corrupción más probable de toda democracia moderna.
Es una cuestión de probabilidades. Y la probabilidad de que el presidente abuse de su poder es infinitamente más alta que cualquier otra falla posible del sistema. Incluida la de que el rey mate a alguien.
¿Cómo explicar que el poder simbólico que la Constitución reconoce al jefe del Estado es el último límite que encuentra el Poder Ejecutivo en su carrera hacia el poder absoluto? ¿Cómo explicar que un símbolo es capaz de detener toda la fuerza abusiva del poder?
«¿A quién molesta el rey emérito? ¿Quién ha pedido los gastos detallados de este viaje y quién ha querido que pasase desapercibido?»
Los padres fundadores de nuestro Estado lo entendían perfectamente. Sabían que el poder, como los globos de gas, tiende a tocar techo. Por eso la parte más importante de nuestro sistema es la más alta. Porque es la que marca el límite que puede alcanzar el Poder Ejecutivo.
A esto los clásicos lo llamaron «el poder moderador del rey», que reina, pero no gobierna. A los absolutistas, cuando escuchaban estas teorías, les parecía que les hacían comulgar con ruedas de molino. Hasta que comprendieron que el gran poder del jefe del Estado era el de limitar al jefe del Gobierno, y entonces callaron tranquilos sabiendo que al rey le esperaba una larga vida.
En la defensa del rey, incluso del emérito, encontramos de nuevo estos días la posibilidad de recuperar el símbolo de nuestra unidad. Demostrar esto es bien sencillo. ¿A quién molesta? ¿Quién ha pedido los gastos detallados de este viaje y quién ha querido que pasase desapercibido?
Molesta a los nacionalistas. Y molesta a un presidente del Gobierno que lo es veinticuatro horas al día, y que lo quiere ser todos los días del año.
Los repetidos intentos de Pedro Sánchez de cuestionar la inviolabilidad del rey, es decir, de volar los cimientos de la monarquía en España, sólo pueden ser entendidos desde una concepción muy particular del poder: personalísima, presidencialista y sin obstáculos.
«Don Juan Carlos paseando con muletas por Sanxenxo, viejo y humillado, es el límite más eficaz contra el abuso de poder»
¿Qué no hay consenso para renovar el Consejo General del Poder Judicial? Se intenta cambiar la proporción de voto a mayoría simple. ¿Qué no hay consenso para la Comisión de Secretos? Se cambia la proporción para ese consenso de 3/5 a 1/2. ¿Qué el Congreso supone negociar con otros? Se gobierna por decreto.
A veces le falta decir «el Estado soy yo».
Uno puede entender la democracia como un sistema relativamente ineficiente, porque es necesario llegar a pactos políticos. O la puede entender como un engorro para ejercer su poder. El culto a la eficacia del poder supone la remoción de todos los obstáculos y garantías. Lamentablemente, lo estamos viendo.
El último límite, el más alto, el simbólico, el que da unidad a todo lo demás, es el rey, inviolable e irresponsable civil y penalmente.
La monarquía parlamentaria se construye sobre una paradoja. El poder más frágil, que es el simbólico, es el último dique para contener al poder más fuerte, que es el del Gobierno. Don Juan Carlos paseando con muletas por Sanxenxo, viejo y humillado, es el límite más eficaz contra el abuso de poder.
*** Armando Zerolo es profesor de Filosofía Política y del Derecho en la USP-CEU.