FERNANDO SAVATER-ABC

  • Don Quijote no decepciona, porque no enseña a ganar, sino a luchar. Solo desaniman los cobardes que arrojan escudo y espada para huir más deprisa

Jorge Luis Borges dijo que detestaba el tango. En cierta ocasión, durante una velada en un campus estadounidense, sus huéspedes quisieron homenajearle poniendo grabaciones de los tangos más tópicos y menos rescatables. Oyéndolos allí, en aquel higiénico y cortés exilio, Borges lloró. A veces ídolos familiares que de puro conocidos han desgastado su encanto recobran el brío en un marco inédito, comprometedor. Me pasó hace poco en Varsovia, oyendo leer El Quijote en varias lenguas —español, desde luego, pero también polaco y ucranio— en una sesión imposible de olvidar tanto por las circunstancias históricas actuales como por mi afecto a varios de los participantes en dicha lectura. Entonces comprobé que, más allá de sus méritos literarios que no vamos a descubrir, el personaje de Cervantes muestra una ductilidad asombrosa para responder a lo que los necesitados (todos los buenos lectores lo somos) buscan en él: ánimo, compañía, irónico consuelo, revancha contra los bárbaros o “un pecho fraterno para morir abrazao”, como quiere el tango. Su porte no es el de un paladín victorioso contra todos y eso hace que nos resulte más próximo, menos intimidatorio a pesar de su parafernalia bélica de cacharrería. Tiene un punto de desengaño triste, claro, pero ¿cómo no va a ser de triste figura quien se enfrenta a las fuerzas arrolladoras de las tinieblas y las finanzas? Y sin embargo, no decepciona, porque no enseña a ganar, sino a luchar. Solo desaniman los cobardes que arrojan escudo y espada para huir más deprisa.

En esta época en la que solo vale la cuenta de resultados, la de don Quijote no puede ser más menguada. Y sin embargo, aún se le reclama donde atropella la prepotencia disfrazada de razón de Estado. ¡No nos dejes, ven a perder con nosotros!