Miquel Porta Perales, ABC 19/11/12
«No solo de la tradición se alimenta el nacionalismo catalán de nuestros días. Con el paso del tiempo, ha ido incorporando otros elementos en su carrera hacia el Estado propio. Hacia la independencia. Por ejemplo: una concepción ademocrática de la democracia y el monólogo disfrazado de diálogo«.
NO se equivoquen. La aspiración independentista del nacionalismo catalán no obedece únicamente a la necesidad de ocultar la mala gestión del gobierno de CiU. Ni a la sentencia restrictiva del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto. Ni a los supuestos incumplimientos del Estado. Ni al desacuerdo en materia fiscal. Todo eso son argumentos adhoc para justificar la desintegración del Estado. Con los matices que se quiera —con frecuencia, fruto de una coyuntura e intereses que de la necesidad y la debilidad hacen virtud—, el nacionalismo catalán siempre ha buscado la independencia. La reivindicación de hoy es la continuación —con otros medios, tácticas y estrategias— de la de ayer. Una breve cala en el pasado servirá para entender el presente.
Detengámonos en Enric Prat de la Riba, uno de los clásicos del nacionalismo catalán. Anoten lo que escribió en su obra —una referencia del movimiento catalanista— Lanacionalidadcatalana (1906): «Veíamos que Cataluña tenía lengua, derecho, arte propios; que tenía un espíritu nacional, un carácter nacional, un pensamiento nacional; Cataluña era, pues, una nación». Enric Prat de la Riba continúa su discurso utilizando una curiosa analogía. Anoten de nuevo: «El esclavo romano era hombre, aunque las leyes de su tiempo lo convirtieran en una cosa en manos de otro hombre, del hombre oficial que las leyes reconocían. La nación era nación aunque las leyes la mantuvieran sujeta, como al esclavo romano, a otra nación, a la nación oficial, a la nación privilegiada». Finalmente, Enric Prat de la Riba concluye: «Las relaciones de la Nación con el Estado, la tendencia de cada Nación a tener un Estado propio que traduzca su criterio, su sentimiento, su voluntad colectiva; la anormalidad morbosa de vivir sujeta al Estado, organizado, inspirado, dirigido por otra Nación; el derecho de cada nación a constituirse en Estado; la determinación del dominio propio del Estado nacional y del propio Estado federal en las federaciones o Estados compuestos, todo fluía de forma natural». A modo de resumen, Enric Prat de la Riba afirma 1) que Cataluña es una nación fundamentada en unas características objetivas diferenciales como la lengua, el derecho, el carácter, la historia o la voluntad propias, 2) que ello conduce a la reivindicación natural —el evolucionismo biologista al servicio de la llamada construcción nacional de Cataluña— de una soberanía que debe traducirse en la constitución de un Estado propio o, en su defecto, de un Estado confederal, y 3) que Cataluña no ha logrado su objetivo nacional al estar sujeta —en régimen de esclavitud, recuerden— a la dominación de una nación y un Estado ajenas. Estos tres elementos —el ser nación, el tener derecho al Estado propio y el victimismo— constituyen la herencia que Enric Prat de la Riba ha legado a la posteridad nacionalista. Si bien se mira, el narcisismo de las pequeñas diferencias de un movimiento esencialista y providencialista —generalmente herido— tiene la mala costumbre de indicarnos el recto camino que seguir. Un movimiento dotado de una concepción neopatrimonialista de Cataluña que inventa y sacraliza los elementos identitarios, piensa en términos de inclusión/exclusión, tiene alergia frente a cualquier desnaturalización de lo que considera propio, incumple la ley, limita los derechos individuales, busca la unanimidad, prescribe la realidad en lugar de describirla.
No solo de la tradición se alimenta el nacionalismo catalán de nuestros días. Con el paso del tiempo, ha ido incorporando otros elementos —medios, tácticas y estrategias, decía— en su carrera hacia el Estado propio. Hacia la independencia. Por ejemplo: una concepción ademocrática de la democracia, el monólogo disfrazado de diálogo y el interés como justificación y motor del proceso independentista. La concepción ademocrática de la democracia: el nacionalismo catalán sostiene que el «principio democrático» y la «legitimidad política» están por encima de la «legalidad jurídica» y que «la democracia supera la Constitución». De ahí el «derecho a decidir» —una manera particular de incumplir la ley— según el cual hay que escuchar la voz del pueblo catalán —solo el pueblo catalán— más allá de las reglas, procedimientos, requisitos, condiciones y alcance establecidas por la ley. El monólogo disfrazado de diálogo: el nacionalismo catalán no busca el acuerdo propio del diálogo, sino la unanimidad bajo la amenaza de excomunión. El diálogo nacionalista, en lugar de discutir e intercambiar, alecciona e impone. El interés como justificación y motor del proceso independentista: el nacionalismo catalán reclama la independencia —«soberanía», «transición nacional» o «nuevo Estado»: la neolengua es otra característica de este nacionalismo— para obtener ventajas económicas y gratificaciones simbólicas. «Con la independencia viviremos mejor y seremos lo que somos», reza el mensaje. «Ser nosotros, esta es la cuestión. Ser catalanes», sentenció Enric Prat de la Riba hace un siglo.
Los elementos propios del nacionalismo catalán de nuestros días —la nación, el Estado propio, el victimismo, el derecho a decidir, el monólogo, el interés— se anudan en el marco del discurso populista. Enrique Krauze ( ¿Quéeselpopulismo?, 2005) ha propuesto algunos rasgos específicos del populismo que resultan útiles en el caso que nos ocupa: exaltación del líder, uso y abuso de la palabra, invención de la verdad, movilización social permanente, fustigación sistemática de un supuesto enemigo exterior, displicencia ante la legalidad democrática, fomento de la engañosa ilusión de un futuro mejor al alcance de la mano, postergación del examen objetivo de la realidad. Algo —o mucho— de ello hay en el nacionalismo catalán. Junto al populismo localista, en perfecta combinación y sintonía con el interés, aparece la apelación al sentimiento «nacional»; esa evaluación intuitiva en clave binaria que distingue lo propio de lo impropio. Que deslinda lo bueno de lo malo. «Todos los demás son culpables, salvo yo», escribió Céline. La queja te da poder. Y el sentimiento, también. Por eso, el nacionalismo catalán ha devenido un populismo quejoso que convierte las críticas en ofensas nacionales y utiliza los sentimientos como arma electoral. Un nacionalismo que, en beneficio propio, agita el espantajo de la expoliación y el robo que sufriría Cataluña. DerSpiegel, en un reportaje ilustrado con una foto de la manifestación de la Diada, habla del «nuevo egoísmo».
Y el caso es que una parte de la población catalana ha abrazado —el nacionalismo catalán ha contado con algunas complicidades y silencios: ¿de concesión en concesión hasta lograr un cambio de modelo de Estado como sea?— el discurso fácil de un populismo que no conduce a ninguna parte. Finalmente —la crisis tiene mucho que ver: el nacionalismo crece en época de crisis, decía Ortega—, el nacionalismo catalán puede alcanzar el objetivo buscado desde hace un siglo. «Y así como el niño, por su débil constitución, dispone de unos derechos que perderá al crecer, la víctima, por su sufrimiento, merece consuelo y compasión. Hacerse el niño cuando se es adulto, el necesitado cuando se es próspero, es en ambos casos buscar ventajas inmerecidas, colocar a los demás en estado de deudores respecto a uno mismo. ¿Es preciso añadir que estas dos patologías de la modernidad no son en ningún modo fatalidades, sino tendencias, y que es lícito soñar con otros modos de ser más auténticos?» (Pascal Bruckner, Latentacióndelainocencia, 1995).
Miquel Porta Perales, ABC 19/11/12