JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-El Correo
- En el país que Biden recibe se ha ahondado la profunda división que desde su nacimiento existía a causa de la política de polarización que Trump ha exacerbado
El hombre es ese animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Han tenido que celebrarse las elecciones de EE UU para recordárnoslo. Hace cuatro años, cuando Hillary Clinton se enfrentaba a Donald Trump, empresas de sondeos, politólogos y periodistas anunciaban al unísono que la ilustrada demócrata arrasaría frente al palurdo republicano. La noche del martes electoral llegó la sorpresa. Siguieron las excusas y los no-volverá-a-ocurrir. Cuatro años después, se vuelve a las andadas. Contra pronóstico, el mismo patán no sólo no ha sufrido, con todo en su contra, desgaste alguno, sino que ha sumado tantos apoyos nuevos a los que ya tenía, que, hasta el final del recuento, le ha pisado los talones a quien mayor número de votos ha obtenido en la historia electoral del país. Esa ingente tropa de jóvenes bien educados, mujeres hastiadas de abusos y discriminaciones, afroamericanos reprimidos, latinos humillados y toda suerte de grupos de diversa identidad, que-según nos decían- iba a arrollar al escuálido reducto de viejos, blancos, cristianos evangélicos, iletrados y recalcitrantes cubanos, resulta que ha tenido que pelear papeleta a papeleta para cantar la apretada victoria de Joe Biden.
El tropiezo, que, de repetido, parece engaño, merece análisis. No es explicable que país tan avanzado chapotee, elección tras elección, en un charco de incertidumbre que sólo ayuda a dar pábulo a la suspicacia y la desconfianza. Entre todos los asuntos que se plantean, me centraré en dos. No me ocuparé, por ejemplo, de los prejuicios y sesgos que, consentidos o inocentes, ponen a prueba, en el contexto de la polarización que vivimos, el rigor del más neutral analista. Tampoco abordaré, por manido, el singular sistema electoral de un país que, al mezclar lo federal y lo estatal, dificulta los métodos de previsión. Me detendré, a cambio, en la reduccionista imagen que nos hemos hecho del país y en la excesiva atención que prestamos a los políticos a expensas de la poca que otorgamos a lo que siente y piensa la gente.
La idea que nos hemos hecho del país es parcial y deformada. Más allá de las extravagancias que nos llegan desde el profundo Sur o el Midwest o de las truculencias que a veces ocurren en los rincones más oscuros, nuestra imagen es la que han creado los medios de las más sofisticadas costas del Este y del Oeste. Los Angeles Times y The Washington Post, y no The Houston Chronicle, son sus autores. Este reduccionismo afecta tanto al observador de fuera como al transmisor nacional, que, por destino o comodidad, comparte con aquél parecido estrabismo. Así, nuestro juicio no puede estar libre de sesgo, cuando, desde una percepción tan parcial, se dispone a analizar lo que representan personajes tan antagónicos como los que hoy acaparan la escena política. Resulta, en efecto, muy difícil de entender que en un país de neoyorkinos y californianos puedan tener cabida y buena acogida figuras y mensajes tan extravagantes y primitivos como los que encarna y emite Donald Trump. A los de fuera nos cuesta y a los de dentro les duele admitir que, desde mucho antes de que lo azuzara y manipulara el candidato republicano, el país que se nos abre en canal elección tras elección se hallaba ya tan profundamente desgarrado y dividido, que resultaba irreductible a la unidad. Tomamos por país lo que es un continente de países, en que la distancia geográfica y mental entre un ciudadano de Boston en Massachusetts y otro de Helena en Montana es mayor que la que separa a dos de Barcelona y Milán.
En la base de todo ello está la tendencia periodística, compartida por el público ilustrado, a fijarse en los políticos al modo en que ellos se miran y hablan entre sí. Nos hemos hecho miembros del club y los tomamos como el espejo del país. Vemos lo que hacen y oímos lo que dicen, pero no nos enterarnos de lo que sus representados quieren o rechazan, temen o esperan, los divierte o los enoja, los inquieta o ilusiona. Sabemos, en suma, tanto de los políticos cuanto ignoramos de la gente. Y atentos, como estamos, a esa actualidad que ellos representan, se nos escapa la realidad, de la que aquella sólo es la espuma burbujeante. Desdeñamos así el poso en que la realidad sedimenta y que, bajo la espuma, va tramando esa humilde intrahistoria a escala humana que Unamuno contraponía y sobreponía a la más ostentosa historia de cada país. Y, cuando aquella se nos aparece en las urnas como un fantasma en el sueño, es para cuestionarnos esa superioridad moral nuestra que nos ciega la visión de la realidad, es decir, el país desgarrado y roto con que, desaparecido Trump, habrá de bregar el seguro presidente Biden. Suerte a él, que será la del mundo entero.