JOSEBA ARREGUI-EL CORREO

  • No podemos permitir que los valores europeos sean atacados permanentemente
En unos momentos en los que Europa camina en tinieblas en busca de su propio ser, bajo la amenaza de la pandemia, frente al abandono de Reino Unido y con el problema de lo que en la Europa occidental se denomina la tendencia a la democracia iliberal en algunos países del Este, quizá tenga más sentido que nunca hablar de Viena como el corazón de Europa. A fin de cuentas es la capital centroeuropea que más vinculación histórica y vivencial tiene con la Europa del Este, de la que fue parte, a la que acogió en su seno imperial y ‘contagió’, en el mejor sentido de la palabra, de los valores europeos.

La Viena imperial, aquella de la que habla con nostalgia Stephan Zweig, pero con menos nostalgia y más crítica Joseph Roth, la Viena de Arnold Schönberg y su revolución de la música a través de la dodecafonía, la Viena del llamado Círculo de Viena -valga la redundancia- conformado por grandes pensadores y científicos como Neurath y Carnap, la Viena de Wittgenstein y de Hermann Broch, centro también para escritores alemanes, aunque ni de Alemania ni de Austria, como Kafka, o poetas como Paul Celan y Moses Rosenkranz, de Rutenia. La Viena de Robert Musil, de Freud, y de la colaboración entre Zweig y Richard Strauss en las óperas escritas por este último.

No se podría entender la Viena austríaca sin la referencia a Hans Kelsen, nacido en la Praga que era parte del imperio, y su teoría del Estado, sin sus debates jurídicos en torno a la teoría constitucional con Carl Schmitt -«¿Quién es el defensor de la Constitución?»- y sin la aportación de Friedrich Hayek a la teoría económica, sin la concepción económica denominada de capitalismo ordenado o reglado que tanta repercusión tuvo en la reconstrucción de Alemania de la mano de Ludwig Erhard.

En un estudio demográfico que analizaba las tres ciudades principales del imperio austrohúngaro, Viena-Budapest-Praga, se constataba que antes de 1918 las tres tenían una población a tercios eslava, alemana y magyar, y que tras 1918 las tres se fueron ‘limpiando’ en términos etnolingüísticos para convertirse Viena en alemana, Praga en eslava y Budapest en magyar: la limpieza étnica que invadió Europa en aplicación del principio de las nacionalidades impulsada por el presidente norteamericano Wilson en la secuela del armisticio de Versalles tras la Primera Guerra Mundial.

Viena en el corazón de Europa. Viena atacada por el terrorismo islamista, que no musulmán a pesar de ellos. La Viena que vemos y escuchamos en su tradición embalsamada de los conciertos de Año Nuevo, concierto que termina con la famosa marcha Radetzky, que es el título de la novela más conocida del ya citado Joseph Roth, en la que describe el paso en tres generaciones de una sociedad jerárquica, encorsetada, centrada en los valores de la realeza y de la aristocracia, a una sociedad desintegrada por los horrores de la Primera Guerra Mundial que obliga a abrir las compuertas del mundo encerrado de los sentimientos, a su expansión y desparrame, nuncios de la desintegración de los viejos mundos culturales, nuncios también de la búsqueda de nuevos puertos de acogida y protección ante los peligros de descontrol que este nuevo mundo de los sentimientos y de la subjetividad traía consigo.

Escribe Joseph Roth con rabia en su obra ‘Judíos en camino’ que los judíos integrados en la cultura alemana de Viena, miembros aceptados y preclaros de la burguesía vienesa, se cerraban a acoger a los judíos que huían de las estrecheces de los asentamientos concedidos por los zares a los judíos en una franja situada entre Rusia y Polonia, franja de la que no podían salir, donde se ubicaban los ‘Shetl’ o pueblos judíos de habla yidish y pobres de solemnidad que emigraban a Viena en busca de un futuro mejor y que llegaban en tren a la Josephsbahnhof o Estación del Este.

Esta Viena situada en el corazón de Europa. Y este corazón de Europa ha sido atacado por el terrorismo islamista. Son los valores europeos de libertad de conciencia, de la dignidad de la persona humana, de su derecho inalienable a no ser usado como medio por el poder para conseguir cualquier fin los que han sido atacados por quienes no han llegado a comprender la idea de Estado, y menos aún la idea de Estado de Derecho.

Es cierto que Europa tiene el deber de acogerlos si buscan asilo y protección contra la persecución. Es cierto que la rica Europa debe abrir sus puertas de forma equilibrada a la inmigración de países de fe musulmana. Pero también debiera ser cierto que los que vienen a Europa a ser acogidos, como perseguidos o como inmigrantes, deben tener la obligación de integrarse. Integración que no significa que deban vestirse como nosotros, que deban comer como nosotros, que deban rezar o dejar de rezar como nosotros, que no puedan tener sus lugares de culto en los que reciban inspiración para vivir su fe, que no puedan guardar su lengua y tradiciones, siempre bajo la condición de que todo ello no signifique negación de los fundamentos de la cultura política europea basada en la dignidad del ser humano, derivada de la libertad de conciencia. No podemos permitir que el corazón de Europa sea atacado permanentemente.