JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS-El Confidencial

  • Durante cuatro años la democracia se ha deteriorado en Estados Unidos. Y así está sucediendo en varios países europeos. ¿También en España? Sí, también

Si Bernie Sanders hubiese sido el candidato demócrata, Donald Trump habría obtenido cómodamente la reelección como presidente de los Estados Unidos. Por fortuna, los intelectuales liberales más conspicuos leyeron atentamente dos libros extraordinarios. El firmado por Mark Lilla titulado ‘El regreso liberal’ (Debate) y el de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt titulado ‘Cómo mueren las democracias’ (Ariel). Ambas obras se editaron en 2018 como autopsia del porqué del «trumpismo».

En el primero, el catedrático de Humanidades de la Universidad de Columbia criticó descarnadamente las políticas de identidad del progresismo estadounidense que «perdieron lo que compartimos como individuos y de lo que nos une como nación». Y advirtió de que los demócratas se habían «autosaboteado», convirtiéndose ellos mismos en sus adversarios más poderosos. El resultado de esas políticas de yuxtaposición frente a las mayoritarias, ciudadanas y transversales consistió en la victoria de Donald Trump.

En el segundo de los libros citados, los dos profesores de Harvard avisan de cómo las democracias mueren cuando se infiltran en ellas dirigentes iliberales, con sesgos autoritarios y políticas excluyentes. La defunción democrática no se produce en el siglo XXI por golpes violentos sino por deslizamientos, lentos o acelerados, hacia planteamientos de fondo autoritarios, en los que se utiliza la letra de la ley para traicionar su espíritu.

Como ha escrito aquí Ramón González Férriz «el peor enemigo de la izquierda es la izquierda radical«. Esa lección la ha aprendido a golpes una muchedumbre electoral que está empujando trabajosamente a Joe Biden a la Casa Blanca. Un hombre moderado, de apariencia frágil, que dice cosas sensatas y ha elegido, además, a la prometedora Kamala Harris como ticket de su candidatura. Los electores que se inscribieron como independientes —ni republicanos, ni demócratas— le han votado en masa. Y los abstencionistas han dejado de serlo. No lo hubieran hecho ni se habrían movilizado si el candidato hubiese sido Bernie Sanders que, en los estándares estadounidenses, es un izquierdista radical. Trump le hubiese batido con comodidad, sin mayor esfuerzo.

Los sistemas democráticos son delicados aunque no necesariamente quebradizos. Pero se deterioran con una gran facilidad. Durante cuatro años —desde 2016— así ha sucedido en Estados Unidos. Y así está sucediendo en varios países europeos. ¿También en España? Sí, también. Aquí tenemos algunos síntomas alarmantes. Es alarmante que se quiera gubernamentalizar el Consejo General del Poder Judicial. Es alarmante que el Congreso prorrogue una disposición restrictiva de derechos fundamentales con trazas groseras de inconstitucionalidad. Es alarmante que los Presupuestos se negocien con contrapartidas penitenciarias, indultos, leyes ‘ad hoc’ o atentados al patrimonio cultural y educativo común como es la lengua castellana. Es alarmante que se constituya una abstrusa «Comisión permanente contra la desinformación». Es alarmante que se reivindique la memoria «democrática» divisiva y sectaria. Es alarmante la deconstrucción del feminismo. Es alarmante que en solo dos años se hayan dictado más de 130 decretos-leyes que modifican permanentemente más de 50 leyes ordinarias, arrumbando la función legislativa del Congreso.

Es normal, sin embargo, que todo esto esté sucediendo en España. Pedro Sánchez dijo en julio de 2019 que no se daban las condiciones para que Pablo Iglesias fuese su vicepresidente porque necesitaba a alguien en ese cargo que «defienda la democracia española» y no dijera que los líderes sediciosos catalanes «son presos políticos». Pedro Sánchez, unos meses antes, en abril de ese mismo año, también declaró que «los líderes independentistas no son de fiar» y que «han actuado con mala fe».

El presidente tenía razón, pero ahora gobierna con Iglesias y se apoya en los secesionistas y en los que amparan las tesis eximentes de los terroristas. Y todo lo que ocurre en la democracia española es porque, aquel y estos, dan positivo en alguno, o varios, de los cuatro indicadores de «comportamiento totalitario» que señalan en su libro (páginas 32 y siguientes) los profesores Levitsky y Ziblatt.

No es posible que la democracia funcione sin demócratas convencidos. El ejemplo más acabado es Donald Trump. Pero no es el único. También hay enemigos de los sistemas democráticos en la izquierda radical y en los secesionistas que deslegitimaron el Estado con leyes de desconexión en septiembre de 2017. De tal manera que ese radicalismo es el principal adversario de la izquierda democrática, como la extrema derecha lo es de la derecha liberal-conservadora.

En España vamos por un mal camino. No somos los únicos y por eso en el Parlamento Europeo ya se han aprobado los criterios que desatarían sanciones pecuniarias contra los Estados de baja calidad democrática. Allí, en Bruselas, están mirando al Gobierno por el tratamiento del Poder Judicial y el escrutinio sobre la libertad de los medios de comunicación. Cuidado.

En la Moncloa se ha creado una oficina Nacional de Prospectiva y Estrategia que forma parte del Gabinete de la Presidencia a cuyo titular reporta el director general de ese organismo. Como Iván Redondo es un demócrata convencido y hombre de lecturas (además de seguidor de series), es seguro que pondrá sobre la mesa todo lo que está ocurriendo en Estados Unidos y le aconsejará a Pedro Sánchez que viaje en 2021, lo antes posible, a Washington y se entreviste con Biden si es finalmente elegido.

Quizás pueda ayudarle a controlar las pulsiones populistas de sus socios y de las que parece haberse imbuido después de sus certeras reticencias a hacerlo tan claramente manifestadas en 2019. Sería importante que esta vez no se perdiera en la capital norteamericana como le sucedió en enero de 2015. O sea, que no pierda de nuevo el rumbo.