José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Ni Delgado, ni Campos ni Luzón son responsables de la inviolabilidad del jefe del Estado, de los plazos de prescripción de los delitos o de las excusas absolutorias. Eso deberían saberlo Espinosa de los Monteros y Belarra
Se atribuye a Josep Fouché, aunque no de forma pacífica, la sentenciosa expresión según la cual “todo hombre tiene su precio, solo hace falta saber cuál es”. En esa lógica perversa, ¿cuál ha sido el precio de la fiscal general del Estado, Dolores Delgado, y de los fiscales Juan Ignacio Campos, teniente fiscal del Tribunal Supremo, y, entre otros, de Alejandro Luzón, fiscal jefe anticorrupción, por llegar a la conclusión de que el Rey emérito no es imputable penalmente?
Esa pregunta la tendrían que contestar quien les acusa de una forma de sofisticada prevaricación —como, por ejemplo, el portavoz de Vox en el Congreso, Iván Espinosa de los Monteros— o la ministra Belarra, que obvia la labor indagatoria y pide poco menos que una justicia asamblearia.
La investigación prejudicial que ha recaído sobre el padre del Rey ha sido el desafío más serio de cuantos han abordado la Fiscalía General del Estado y los funcionarios designados por Dolores Delgado desde hace décadas.
Averiguar las finanzas del que fuera jefe del Estado durante 38 años, después de haber reconocido el interesado ocultaciones a la Hacienda Pública —así se deduce de sus dos regularizaciones voluntarias por un importe de más de cinco millones de euros—, ha demostrado que, con independencia del resultado que ya se conoce y que se detallará en el decreto de archivo de las diligencias, el ministerio fiscal en España, contemplado en el artículo 124 de la Constitución como promotor de la acción de la justicia, funciona y funciona bien.
Y en este caso, aunque haya aspectos que planteen zonas grises o sugieran planteamientos críticos, la Fiscalía ha cumplido con su obligación. La hubiese cumplido igualmente si en vez de decidir archivar las diligencias sobre Juan Carlos I hubiese interpuesto una denuncia o una querella contra él ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo.
¿Puede suponerse que nada menos que un equipo de trabajo de fiscales de Sala, con el apoyo de abogados fiscales del Supremo y la asistencia de funcionarios de la Agencia Tributaria, iba a perpetrar una colosal prevaricación en grado de coautoría masiva? ¿Todos ellos tenían un precio para incurrir en ese delito? ¿Cuál? ¿Depende este asunto de una supuesta orden del presidente del Gobierno? ¿De una imposible decisión personal de la fiscal general del Estado?
Quienes hemos seguido, prácticamente día a día, este proceso de investigación prejudicial, estamos en condiciones de aportar un criterio: si algo hay de criticable en el procedimiento, es que la Fiscalía ha sido exhaustiva hasta el exceso dilatando los plazos, esperando —prórrogas mediante— obtener algún indicio sólido que acreditase la comisión por Juan Carlos I de algún hecho presuntamente delictivo perseguible. Y cuando lo han podido comprobar, el sometimiento a la ley —a la Constitución, las orgánicas y las ordinarias, así como las pautas internas de su funcionamiento reflejadas en circulares y consultas— les ha llevado a asumir la inimputabilidad del Rey emérito.
Los fiscales no hacen las leyes, piden su aplicación a los tribunales cuando llegan a la conclusión de que deben hacerlo
Los fiscales no hacen las leyes, piden su aplicación a los tribunales cuando llegan a la conclusión de que deben hacerlo. Y cuando la alternativa es el archivo de las investigaciones —como es el caso— la Fiscalía tiene el deber de motivarlo y lo hará. En el decreto de archivo, la Fiscalía explicará —ya está en fase de redacción— lo que ha investigado, hasta dónde ha llegado, qué conclusiones ha extraído, en qué aspectos ha encontrado indicios sólidos de delitos y por qué no ha podido perseguirlos, qué hechos no ha podido acreditar indiciariamente y, en definitiva, cómo ha conformado un criterio razonado y autónomo de cualquier poder para llegar a la conclusión de que su deber era decretar el archivo, sin perjuicio de una eventual reapertura si hubiera nuevos indicios que la justificaran.
No se aduzca de contrario, para la simple descalificación de la labor de la Fiscalía, que Dolores Delgado fue diputada del PSOE y ministra de Justicia —su nombramiento está recurrido, pero los aspectos reglados de su designación han sido cubiertos, como informaba en estas páginas el pasado miércoles Pablo Gabilondo—, porque otro ministro socialista —Javier Moscoso— también ocupó la más alta jerarquía del ministerio fiscal y otros más lo hicieron habiendo pasado antes por cargos políticos, de la mano del PP y del PSOE. Sin ir más lejos, el actual presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, que desempeñó dos direcciones generales en el Ministerio de Justicia en los dos gobiernos que presidió José María Aznar. Los apriorismos deben ceder ante la rotundidad de los hechos.
La Fiscalía General del Estado es autónoma del Gobierno —y Sánchez ya sabe que metió la pata cuando sugirió lo contrario—; a la fiscal general del Estado no se le puede cesar por la simple voluntad del Ejecutivo sino por razones tasadas en su propio Estatuto Orgánico, que tiene rango de ley, y es conocido por quien tenga voluntad de estar debidamente informado que ella —y sus predecesores— ejerce —y ejercieron— su jerarquía con contrapesos eficaces: la junta de fiscales de Sala y el Consejo Fiscal.
Por lo demás, el ministerio fiscal en España es más autónomo que en otros países de nuestro entorno. En democracias vecinas y lejanas, pero parecidas, forman parte del Ejecutivo y su máximo responsable es designado directamente sin tantos requisitos técnicos y reglados como en España. Conocer el derecho comparado aumentaría nuestra estima colectiva y la cultura política de Espinosa de los Monteros y de Belarra, entre otros.
La labor de acoso y derribo a las instituciones de los portavoces de Vox y de UP en extremos antagónicos es una práctica detestable
La labor de acoso y derribo a las instituciones de los portavoces de Vox y de Unidas Podemos en extremos antagónicos es una práctica tan constante como detestable. No todo vale. Y no vale deteriorar con críticas ignorantes el ministerio fiscal, los tribunales de justicia y a los funcionarios que sirven en ambos. Se podrá —y hasta se deberá— abrir un debate profundo sobre la inviolabilidad del jefe del Estado, si es reformable mediante un cambio constitucional agravado o, como algunos juristas también valoran, a través de una ley orgánica.
Esa gran discusión democrática es inevitable y necesaria, porque ha llegado el momento histórico de acogerla. Pero ni Dolores Delgado, ni Juan Ignacio Campos ni Alejandro Luzón legislaron sobre la inviolabilidad del Rey, ni establecieron los plazos de la prescripción de los delitos, ni redactaron y aprobaron el artículo 305 del Código Penal que incorpora la excusa absolutoria en los supuestos de regularización fiscal voluntaria. A cada cual lo suyo. Fouché no necesariamente tenía razón.