FÉLIX DE AZÚA-EL PAÏS

  • ‘Los últimos días de Immanuel Kant’ es un documento de alto valor literario que ahora reedita Firmamento

Que Immanuel Kant fue un gran hombre lo demuestra el hecho de que Antonio Machado le dedicara el siguiente cantar: “¡Tartarín en Koenigsberg!/ Con la mano en la mejilla/ todo lo llegó a saber”. Porque en aquella remota ciudad de apenas unos miles de habitantes de la recóndita Prusia oriental, un hombrecillo de escaso tamaño y algo cheposo, sin ayuda de nadie llegó a conocer los más foscos límites de la conciencia. Sus tres “Críticas de la razón” son, aún hoy, la meta final de la filosofía clásica. Luego ya vendría Hegel y a partir de él la desintegración moderna.

Pero incluso Kant, uno de los faros de la historia de la humanidad, era mortal. La muerte de los héroes ha solido propiciar la meditación y la reflexión trascendente, como puede comprobarse en Plutarco, pero el caso de Kant tiene una secuela curiosa. El célebre opiómano inglés Thomas de Quincey copió los apuntes del albacea de Kant, un tal Wasianski, quien había anotado minuciosamente el eclipse del ídolo, y lo tradujo en un documento de alto valor literario, Los últimos días de Immanuel Kant, que ahora reedita Firmamento. Es una narración que espeluzna y al mismo tiempo ayuda, como dije, a la reflexión y al juicio.

La terrible muerte de Kant tiene todos los componentes del horror: la decadencia del cuerpo, el estupor del espíritu, la putrefacción de la conciencia, el final inerme del hombrecillo convertido en un montón de trapos con sus amigos mirando el reloj por ver si se acababa de una vez. No había cumplido los 80 años. Todos los que ya vemos en el horizonte la dentadura amarilla de la Señora, lo hemos leído sin respirar. Los más jóvenes conocerán una vida ejemplar y una muerte modélica. Por fortuna, en toda la primera parte también aparece el Kant vivo, original y benéfico. El relato del opiómano es gran literatura.