LA única y fundamental razón por la que el PP debería ser el último en pedir que Inés Arrimadas se presente a la investidura es la de que Rajoy eludió su turno en situación similar, con regate incluido al mismísimo jefe del Estado. Pero ese argumento sólo afecta a los marianistas, sin invalidar las razones objetivas por las que podría resultar conveniente que la ganadora de las elecciones catalanas diera ese paso. Que son, en primer lugar, la oportunidad de hacer visible su victoria con un discurso razonable y contundente ante un nacionalismo en guerra civil encubierta y desnortado, y en segundo término la necesidad de tomar la iniciativa del bloqueo y poner en marcha la cuenta atrás del calendario. Existe una tercera razón, más discutible por afectar a la estrategia política de Ciudadanos, y es que podría tratarse de la ocasión propicia para confirmar las buenas expectativas nacionales del partido con un golpe de audacia en el momento adecuado. Aunque acaso ése sea precisamente el motivo por el que Rivera se muestra reticente a arriesgarse al desgaste delegado de su liderazgo.
Arrimadas ganaría ese debate aunque perdiese la votación, cuyo resultado negativo está garantizado. Ya ha demostrado que para enfrentarse al soberanismo le sobra coraje, aplomo y desparpajo, y que la Cataluña constitucionalista tiene en ella una representación sobresaliente capaz de defender en las instituciones autonómicas un criterio firme, integrador y sensato. Quizá Rivera prefiere no exponerla a la erosión de un envite innecesario, pero hay veces en que la política requiere gestos de valentía, resoluciones bizarras, atrevimientos gallardos. Ante un bloque independentista cuarteado y a punto de shock se pueden hacer dos cosas: apretarle las tuercas con una alternativa moralmente pujante o dejar que sus propias contradicciones lo empujen al colapso. La segunda opción es la que escogería Rajoy: una especie de marianismo sin Mariano. La primera es la que le gustaría ver a una nación harta del protagonismo separatista y de su pesadísimo bucle de mitos y agravios.
Por un curioso efecto de autoconvencimiento del electorado, fruto de su propio descontento y cansancio, la valoración de Cs crece más por lo que los votantes quieren creer que representa que por lo que tiene acreditado. Ese limbo de virginidad, relativamente descomprometida, le permite hacer de coche escoba que recoge el sufragio del desencanto. Sin embargo, para alcanzar el poder, y sobre todo para merecerlo, no basta siempre con esperar: hay que ganárselo. Apostar por la responsabilidad en momentos críticos sin miedo al fracaso. Por su excesivo conservadurismo, cachazudo o timorato, a Rajoy se le escapan apoyos a puñados; va a llegar un momento en que Rivera tendrá que asumir compromisos arriscados, serios, ásperos. El de Cataluña es de los que pasan factura a quienes se cruzan de brazos.