EL CORREO 04/10/14
JOSEBA ARREGI
· Se sienten humillados los que históricamente se han sentido como los únicos capaces de regenerar España
Los nacionalismos, que en el fondo siempre ponen de manifiesto la supremacía de un sentimiento, poseen, por ello mismo, una facilidad enorme en adaptar sus justificaciones teóricas a la moda que más convenga, o a la que en cada momento sea la imperante. Si el romanticismo sirvió en el momento de su nacimiento, y si tuvo capacidad de fusionarse con la idea política de nación del liberalismo y de su revolución, para más adelante no hacerle ascos al fascismo, en los últimos tiempos se ha acogido a la crítica y reacción ante la globalización, y ahora recurre al principio de humillación para racionalizar su sentimiento.
La humillación es un sentimiento en el cual prima la percepción subjetiva sobre las razones objetivas que puedan explicarlo. Si la pobreza, en su definición por la OIT, es relativa, más aún la humillación. Pues en cuestiones de pobreza se puede decir que tener que vivir con un dólar a diario a su disposición no es nada relativo, sino algo bastante objetivo para indicar que quien está en esa situación es un pobre de solemnidad. Si alguien no puede vivir como lo hace la media de su entorno puede reclamar hallarse en situación de pobreza, aunque viva en Dinamarca y cuente con bastante más que uno o dos dólares al día para sobrevivir.
Si la humillación es una percepción subjetiva, ¿qué significa que la explosión del nacionalismo y de las ansias de independencia en Cataluña se expliquen –¿y justifiquen?– por la humillación sufrida a manos del Congreso de los Diputados que cepilló el nuevo Estatuto de autonomía, y del PP que recurrió lo aprobado en el Congreso de los diputados, y del TC que dio la razón al PP en los puntos más importantes? Se sienten humillados, según esta explicación, porque no alcanzaron lo que algunos dirigentes suyos les habían dicho y prometido que era posible, lo que algún presidente de Gobierno español les dijo que lo iba a aceptar sin más, porque al final vieron lo que debieran haber visto desde el principio: que eran víctimas no de la humillación posterior, sino del engaño previo por parte de sus dirigentes políticos, engaño al que no quisieron enfrentarse con el mínimo sentido de realidad.
Se sienten humillados los que históricamente se han sentido como los únicos con capacidad de regenerar España, implicando que España estaba necesitada de regeneración y que ellos, eran los únicos que podían llevar a cabo dicha tarea por ser portadores de lo que hace falta para la regeneración. Se sienten humillados los más ricos de España, afirman que España les roba, se sienten humillados los que, junto con Euskadi y Navarra, más se diferencian de todos los demás españoles –en riqueza, en capacidad competencial, en lengua y cultura, en policía propia– porque les parece que les han echado leche en el café, que los han descafeinado, y quieren volver a resaltar su y sus diferencias, empezando, cómo no, por el aspecto fiscal: para poder quedarse con más parte de sus ingresos como les gustaría probablemente a todos aquellos que pagan impuestos por encima de la media de los españoles. No quieren ser como Murcia, y probablemente les gustaría que Madrid volviera a ser un pueblo en la meseta en el que no hay más que políticos necesitados de regeneración y militares, mientras la cultura, el cosmopolitismo, la educación, el arte, la modernidad, el europeísmo están en Cataluña y, en especial, en Barcelona.
De la misma forma que se puede sufrir de lujo, se puede alguien sentir humillado por aquellos a quienes desprecia, o a quienes considera inferiores, porque se acercan a lo que ellos ya son, e incluso pudieran un día sobrepasarles –la famosa ordinalidad que debe limitar la solidaridad–.
Es cierto que a lo largo de la historia la humillación vivida explica reacciones importantes: los sucesos que en la segunda mitad del siglo veinte han sacudido al medio oriente se explican no pocas veces por la humillación sufrida a manos de Occidente, aunque, también en este caso, el fracaso de sus propios líderes sea probablemente una razón a tomar seriamente en consideración para entender la situación de postración que han sufrido y que sufren.
En épocas distintas algunos países y sociedades han vivido formas distintas de humillación, y con posibilidad muy distinta de objetivación. Alemania se sentía humillada por la Francia borbónica y absolutista. La razón de la supremacía de Francia radicaba en que Alemania había quedado asolada en la guerra de los treinta años que transcurrió prácticamente en su territorio, que quedó asolado. A esa ‘humillación’, agravada por el afrancesamiento de los déspotas alemanes que, queriendo ser civilizados, copiaban los usos y costumbres de la corte de Versalles y hablaban francés, respondieron con la contraposición de la cultura alemana a la civilización francesa, como grito de libertad ante los propios déspotas y como subrayado de su propia diferencia, y también superioridad intelectual. Otra cosa es la reacción de Fichte ante la invasión de las tropas de Napoleón, llamando a los alemanes a sublevarse mientras Hegel veía en Napoleón la razón que cabalgaba por toda Europa expandiendo la razón y los principios de la Ilustración, y otra cosa aún más distinta la reacción de humillación sentida por un cabo de procedencia austríaca que luchó con Alemania en la primera guerra mundial, que creía que se habían rendido, especialmente en el Este, sin necesidad, que creía una deshonra cada palabra del tratado de Versalles, y que desde esa humillación percibida soñó la tragedia que impuso a Europa con la segunda guerra mundial y con el holocausto. La percepción de humillación era real, pero más real era la responsabilidad de Alemania en la segunda guerra mundial.
Como todos los sentimientos, la humillación debe ser analizada, objetivada, razonada antes de ser trasladada al espacio de la política. De otra manera puede ser fuente no de soluciones, sino de nuevos engaños y de nuevas tragedias.