Ignacio Varela-El Confidencial
El rey Juan Carlos no borboneó en la vertiente institucional del ejercicio de la Corona, entre otros motivos, porque la Constitución que él ayudó a crear se lo habría impedido
Juan Carlos I pasará a la historia de España como un gran jefe del Estado y un mal Borbón. O si lo prefieren, un típico Borbón. Empecemos por admitir que sin él el tránsito de la dictadura a la democracia habría sido mucho más traumático de lo que fue; y que siempre interpretó de forma constitucionalmente impecable su desempeño del cargo.
Pasaron por su despacho seis presidentes democráticos del Gobierno. Al margen de la sintonía personal con cada uno de ellos (curiosamente, mejor con los socialistas que con los conservadores), ninguno puede quejarse de interferencias, conspiraciones o maniobras turbias desde Palacio, tan propias de sus antepasados. Puede decirse que ha sido el primer Rey cabalmente democrático de nuestra historia. Compensó sobradamente su ilegitimidad de origen (luego enmendada por la Constitución) con una abrumadora legitimidad de ejercicio. Ahora que su figura sufre un descrédito masivo —no completamente inmerecido, a la luz de lo que se va sabiendo—, no está de más recordarlo.
El rey Juan Carlos no borboneó en la vertiente institucional del ejercicio de la Corona, entre otros motivos, porque la Constitución que él ayudó a crear se lo habría impedido. Pero reprodujo la peor tradición de su apellido en otras facetas igualmente decisivas para una institución tan esencialmente representativa como la monarquía. Todo lo que durante años se musitaba en los pasadizos del poder sobre la turbulenta vida personal del monarca, sus aficiones peligrosas, sus amistades comprometedoras y su poco higiénica relación con el dinero ha salido abruptamente a la luz años después de su abdicación (que ahora cobra todo su sentido). Como jefe del Estado, don Juan Carlos prestó grandes servicios a España. Como típico Borbón, ha producido un daño gravísimo a su familia, a su sucesor y a la reputación de la institución que encarnó durante cuatro décadas.
El rojo trabucaire que confunde república con democracia, disfruta persiguiendo curas y detesta a cualquier bípedo con uniforme pertenece al mismo museo arqueológico que su antónimo, el carca que aún cree en la transmisión hereditaria del poder, metaboliza las doctrinas eclesiásticas como consignas políticas y ve a los militares como enseña de la patria. Ambos son relativamente inofensivos cuando forman parte del paisaje, pero dejan de serlo si se incrustan en el poder político y tratan de convertir su delirio reaccionario en programa efectivo de gobierno. Es el caso.
En realidad, la mejor noticia posible es que las malas andanzas del Rey emérito recalen en la jurisdicción de un tribunal de Justicia. Siendo lamentable que haya tenido que suceder, deberíamos celebrarlo como un triunfo incontestable del Estado de derecho, capaz de someter al principio de igualdad ante la ley incluso a sus figuras más emblemáticas. Pero los enemigos de la Constitución son especialistas en convertir cada situación en ganancia segura para ellos y pérdida para el sistema.
Ante la fundada sospecha de comportamientos irregulares del Rey emérito, pueden pasar dos cosas con un mismo final: si se hace público y los tribunales lo investigan, se esgrimirá como prueba irrefutable de la corrupción de la monarquía y del régimen del 78. Si se tapa o los jueces se inhiben, será un indicador infalible de que en esta presunta democracia la Justicia es una farsa. En ambos casos, estará servida la munición para seguir disparando contra los pilares del sistema. Pero no nos engañemos: como señala Ignacio Camacho, el verdadero objetivo no es el padre sino el hijo. No es el hijo sino la institución. Y no es la institución sino el marco que la sustenta. El verdadero objetivo es la Constitución, que pasa así de ser la teórica ganadora de este episodio a ser su víctima propiciatoria.
El siguiente paso, sin duda, será exigir una comisión de investigación en el Congreso. El Parlamento, convertido en tribunal inquisidor paralelo a la Justicia. En el peor de los casos para los pirómanos, se pondrá al PSOE de Sánchez en un dilema enrevesado (el PSOE de verdad lo resolvería sin vacilar). Y como mínimo, se conseguirá un nuevo debate incendiario, lleno de soflamas anti todo desde ambos lados de la trinchera.
Lo que hace singularmente peligrosa esa trampa eterna es la circunstancia en que se produce. Las servidumbres políticas del actual Gobierno lo conducen a sacrificar en el altar de su cohesión interna y de su permanencia en el poder el deber primordial de actuar como primer dique de contención de los ataques al Estado: desde la monarquía al poder judicial, pasando por la propia unidad territorial del país. Ese es un factor mortal de debilidad democrática. El Gobierno no como cortafuegos sino como cable conductor de la corriente eléctrica de los antisistema.
El segundo elemento de peligro es la contaminación ambiental derivada de la violación reiterada de las reglas del juego limpio institucional, naturalizadas ya como una pieza asumible de la contienda política. Si en un partido de fútbol se sabe de antemano que el árbitro lleva en el bolsillo el carné de uno de los equipos y se permiten las patadas, los fuera de juego y los goles con la mano, dará igual que el penalti sea justo o injusto: en todo caso, será sospechoso.
Es verosímil que un fiscal general del Estado libre e independiente hubiera tomado decisiones similares a las últimas de la Fiscalía. Impulsar la investigación sobre el Rey emérito y trasladarla de la Fiscalía Anticorrupción a la del Tribunal Supremo. Rebajar la calificación penal y la petición de penas de Trapero, adaptándolas a la jurisprudencia de la sentencia del ‘procés’. Pedir el sobreseimiento de las actuaciones contra el delegado del Gobierno en Madrid por la manifestación del 8-M. ¿Son decisiones jurídicamente razonables? Probablemente, sí. ¿Son políticamente sospechosas? También. Porque esta fiscal general no es libre ni independiente, y todo el país lo sabe. Es más, se la nombró por y para que no lo fuera.
Cuando la atmósfera se envenena hasta el punto de que hasta lo razonable resulta sospechoso, estamos cerca de estar perdidos. Y cualquier mínimo chispazo puede devenir en incendio, porque previamente alguien se ha ocupado de rociar el local de gasolina. En eso estamos.