LUIS HARANBURU ALTUNA-EL CORREO

  • La izquierda renuncia a la laicidad como reguladora de la política

El logro de la laicidad del Estado, entendida como la plena autonomía de la política frente a la religión, fue sin duda uno de los momentos estelares de la humanidad. Cuando en el siglo XVIII la Ilustración declaró la conveniencia de la separación entre la religión y el Estado se dio un paso de gigante en la autonomía del hombre. Kant dejó establecida la autonomía del canon ético y la Revolución Francesa trató de plasmarla políticamente. La laicidad, sin embargo, no siempre fue una virtud apreciada y todavía en el siglo XX los españoles vivíamos bajo la férula de nacional-catolicismo, cuyas primeras experiencias tuvimos tempranamente los vascos ya en el siglo XIX. El ‘euskaldun fededun’ de nuestros mayores fue la declaración explicita de que a los vascos nos repugnaba la laicidad.

Fue el liberalismo español quien asumió la laicidad como virtud ilustrada y sería la Republica la que hizo de ella su enseña. Desgraciadamente, la laicidad se confundió con el anticlericalismo en los trágicos resultados observables en la II Republica. La laicidad entendida en su burda acepción de anticlericalismo todavía permanece viva entre las pulsiones históricas heredadas por la izquierda española. Una buena parte de ella ha sido remisa a la hora de valorar positivamente la laicidad al no renunciar a las construcciones ideológicas de carácter pseudo-religioso.

Esta rémora ha adquirido en la actualidad la forma de una sustitución de la vieja ideología cristiana por otras ideologías que han adquirido la forma religiones sustitutivas. Roger Garaudy denunciaba, en los 60 del siglo XX, el carácter de religión de sustitución que el marxismo había adquirido en Europa. Felipe Gonzalez renunció al marxismo en el año 1979 realizando una clara opción por la laicidad. Entre nosotros fue Antonio Elorza quien primero se percató del carácter religioso de algunas ideologías; muy singularmente, del nacionalismo vasco. La izquierda abertzale no fue ajena a esta concepción preilustrada de la política y convirtió sus postulados en dogmas pseudo-religiosos, dando lugar a una ‘religión abertzale’.

Fue el gran pensador donostiarra Xabier Zubiri quien definió al hombre como un ser religado. Para Xabier Zubiri, la religión poseía una dimensión sistémica del ser humano como fundamento radical. Tal vez convenga asumir la tesis de Zubiri por cuanto que observamos la inevitable pulsión del ser humano para adherirse a lo religioso como elemento necesario para dar sentido a su existencia. Pero es en el campo de la política, y en especial en las autodenominadas formaciones progresistas, donde mejor cabe detectar la presencia de lo religioso en sus formulaciones y comportamientos.

La izquierda milenarista y utópica tiende a pertrecharse de dogmas, creencias y emociones intransferibles. El progresismo del que medio mundo se reclama en la actualidad es, en este sentido, una religión de sustitución que impide aplicar la virtud de la laicidad a la política. Es precisamente la izquierda progresista la que ha renunciado a la laicidad como principio regulador de la política. Es anticlerical, pero suscribe una religión de sustitución.

España nos ofrece un ejemplo paradigmático del progresismo pseudo-religioso en el ámbito de la política. Basta recordar las intervenciones recientes de Pedro Sánchez con ocasión del reciente debate sobre el estado de la nación para cerciorarnos de la importancia adquirida por el concepto ‘progresismo’ como cobertura de toda una política, que engloba la acción de actual Gobierno y de las variopintas formaciones políticas que lo sustentan. La palabra ‘progresismo’ ha difuminado conceptos como el de socialdemocracia o nacionalismo hasta englobar a todo el espectro político que sustenta al sanchismo.

El pensador nazi y padre del decisionismo Carl Schmitt constataba que en la urdimbre de todas las ideologías políticas se hallaban trazas de la teología como construcción ideológica perfecta. El progresismo como religión contiene los principales elementos de una religión de sustitución. Es una ideología del futuro que está basada en una promesa de redención del pasado; ofrece la salvación de los justos que asumen las creencias y dogmas proclamados por quienes ejercen de vates y oráculos del Señor. Fuera del progresismo no cabe salvación alguna y los infieles son tachados de fascistas o son directamente «enviados a la mierda» (Arkaitz Rodriguez, dixit).

En España ha sido Pedro Sánchez quien se ha arrogado la calidad de ‘Señor’ y es quien dicta lo que es progresista o lo que no. Es quien dictamina lo que es justo y progresista con independencia de lo que puedan determinar las evidencias empíricas. Todo lo que impida el triunfo de la creencia progresista es fruto de fuerzas ocultas que están en el origen de la pandemia, la subida de la luz y de la gasolina, la inflación, los incendios que queman España o de la falta de velocidad del AVE extremeño.

La quiebra de la laicidad supone el principio del fin de las democracias liberales. El progresismo es la nueva religión que reniega de la laicidad del Estado y de la política. El progresismo es también una ideología del resentimiento que busca la redención mediante el vuelco del sistema de valores.