José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- La decisión del TC no tiene precedente, pero tampoco que mediante una propuesta de ley orgánica de reforma del Código Penal se pretenda modificar con enmiendas otras tres leyes orgánicas del bloque de constitucionalidad
Cuando los dirigentes políticos abrazan las teorías conspirativas, es que tratan de enjugar sus fracasos. Es que se saben perdedores. Es que se perciben a sí mismos como impotentes para gobernar conforme a las reglas del juego democrático. Afirmar, como hizo el presidente del Gobierno, que en España se está produciendo un complot, es decir, una conspiración, contra la democracia, en el que participarían los partidos de la oposición, la derecha mediática y la derecha judicial, y clamar por que se estaría atropellando la democracia, es un síntoma claro de que Pedro Sánchez está perdiendo la esperanza de ganar las próximas elecciones y acude a las técnicas populistas calcando sus argumentarios.
Como recuerdan Cas Mudde y Cristóbal Rovira en Populismo (Alianza Editorial, 2017), las instituciones que están permanentemente en el objetivo del populismo conspirativo son la judicatura y los medios de comunicación (página 139). Añaden que «el populismo sostiene que nada debería constreñir la voluntad del pueblo y rechaza en lo fundamental las nociones del pluralismo y, por lo tanto, los derechos de las minorías, así como las llamadas garantías institucionales que deben protegerlos».
Se trata de lo que varios autores entienden como una «auténtica corrupción cognitiva de la ciudadanía», explicada también por el catedrático Juan Francisco Fuentes. Es imprescindible para entender la deriva populista el ensayo del académico italiano Emilio Gentile titulado La mentira del pueblo soberano (Alianza Editorial, 2016), una lúcida reflexión de cómo en nombre del pueblo se perpetran fechorías contra la democracia.
En esas estamos en España. Un recurso que pretende el amparo al derecho de participación política previsto en el artículo 23 de la Constitución, presentado ante el órgano de garantías constitucionales, con petición de medidas contempladas en la ley (medidas cautelares), todo ello sustanciado por el procedimiento previsto en la norma orgánica del Tribunal Constitucional, se considera por la segunda autoridad del Estado como un complot porque, sencillamente, no hay argumento alguno para impugnar el legítimo derecho de acudir a la instancia arbitral prevista por la propia Constitución.
Y cuando, como hizo Felipe Sicilia en el Congreso el pasado jueves, se compara a los jueces con los golpistas del 23-F, existe un propósito explícito de amedrentar a los magistrados del Tribunal Constitucional. Tan inquietante discurso enlaza con otro que no lo es menos: el ministro de la Presidencia, Félix Bolaños, auguró «consecuencias imprevisibles» que estarían en función de la decisión del Tribunal Constitucional. No explicó a qué consecuencias se refería, pero la alarma por sus palabras se localiza en la incógnita de la propia construcción de un augurio negativo.
La narrativa conspirativa funciona con fluidez, cada vez más, en la política. Lo estamos observando en muchos países con democracias que se van deteriorando. En la nuestra, se ha aludido a los «poderes ocultos» complotados contra los intereses del país. En esta línea de linchar a los discrepantes, hay que mencionar el señalamiento público con nombre y apellidos de empresarios disconformes con medidas gubernamentales. Todo ello bien aliñado con versiones abiertamente falsas sobre supuestas restricciones a la soberanía confundiéndola con una patente de corso.
El pueblo es soberano, sí. El pueblo entrega su representación a los miembros de las Cámaras legislativas, también. Pero todo ello, bajo unas reglas constitucionales que evitan la arbitrariedad y establecen contrapesos y equilibrios entre los poderes del Estado. De tal manera que tratar de reformar leyes que desarrollan aspectos cruciales de la Constitución (el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional) mediante enmiendas en una proposición de ley de reforma del Código Penal, sin posibilidad de que la oposición las discuta, incurre en una doble infracción legal: anula el derecho al ejercicio de la función parlamentaria de los diputados y utiliza un procedimiento anticonstitucional a sabiendas de que lo es y desoyendo a los letrados de Cámara, que advirtieron de su antijuridicidad.
Recurrir a teorías conspirativas deslegitimadoras tiene en un nuestro país una trayectoria perdedora de la que escarmentó el PP tanto en las elecciones de 2004 —por la pésima gestión de los trágicos atentados del 11-M— como en las de 2008, después de tres años previos intensivos en los que parte de sus dirigentes y determinados medios de comunicación persistieron en atribuir a la banda terrorista ETA el atentado yihadista más trágico de cuantos han perpetrado estos fanáticos en suelo europeo. Entonces hubo dirigentes populares que persistieron en versiones inverosímiles que desafiaron, incluso, la verdad judicial que desmontó su conspiranoia. Fue una operación deslegitimadora que, con alto coste, muchos denunciamos, como ahora denunciamos la que está en curso.
La decisión adoptada en la noche de ayer por el TC —adelantada por El Confidencial— no tiene precedente, pero tampoco lo tiene que mediante una propuesta de ley orgánica de reforma del Código Penal se pretenda modificar mediante enmiendas otras tres leyes orgánicas, dos de ellas esenciales en el bloque de la constitucionalidad. Toca acatar la resolución porque el nuestro es un Estado de derecho. La decisión es legal y es legítima, y debe ser asumida y respetada y, por lo tanto, el Senado no podrá votar el jueves las enmiendas suspendidas 61 y 62 de la proposición de ley. El Gobierno y su presidente han de detener de forma urgente esta espiral degradante de conspiracionismo, que es el penúltimo capítulo de un proceso que pone en riesgo el sistema constitucional.
Todos deberían reconsiderar sus comportamientos y decisiones: el PP, por su bloqueo a la renovación del Consejo General del Poder Judicial; el Ejecutivo, por las medidas que ha impulsado en el Congreso, en particular la reforma penal ad hominen de los dirigentes condenados por el Supremo por los hechos de 2017 en Cataluña para librarlos de las sanciones por sus delitos, y el Congreso, por admitir enmiendas de adición para modificar las leyes orgánicas del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional a través de una ley (el Código Penal) sin conexión material ni con el uno ni con el otro, restringiendo, además, el derecho de participación de los diputados discrepantes. Y el Consejo General del Poder Judicial está hoy en la inesquivable obligación de nombrar en las próximas horas a sus dos magistrados para que el Constitucional, de forma inmediata, se renueve a tercios (de cuatro en cuatro) como ordena la Constitución (artículo 159).
No cabe, sin embargo, fiar el futuro a un voluntarismo optimista. Se están creando las condiciones políticas, jurídicas y sociales para una profunda mutación constitucional que inicie o continúe lo que es un proceso destituyente. El impulso a las teorías conspirativas por parte del Gobierno y el PSOE de Sánchez formaría parte de un guion letal para la vigencia real de la Constitución de 1978. Pese a la aparente displicencia social hacia lo que está ocurriendo, lo cierto es que la situación es, en términos políticos, dramática, porque establece las condiciones idóneas para que los peores extremismos encuentren un hábitat crecientemente favorable para imponer su narrativa deslegitimadora de la democracia española.