Soberanía popular

IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La democracia es un ecosistema de garantías recíprocas que el Gobierno está contaminando con azufre populista

En el lenguaje del Gobierno, que cada vez se asimila más al del Frente Amplio chileno, ha aparecido de una manera natural, fluida como una expresión más, el sintagma ‘soberanía popular’. Las palabras nunca son inocentes, y menos en política: esa terminología encarna el concepto clave del pensamiento populista. Y los ministros y portavoces de la alianza sanchista la utilizan como sinónimo de la voluntad suprema de la mayoría, única fuente de legitimidad al margen de la separación de poderes, los equilibrios institucionales –los ‘checks and balances’ de Madison– o las leyes interpretadas por la justicia. Es decir, de todos los mecanismos diseñados durante la historia universal de la democracia para articular un paradigma de supervisiones cruzadas, recíprocas, que eviten la desviación de poder y limiten el impulso de hegemonía característico del ejercicio de la función ejecutiva.

La soberanía popular no aparece en la Constitución española por ninguna parte. Lo que está, en el Artículo Primero, es la soberanía nacional, y la diferencia es importante porque define una sola nación y un solo sujeto colectivo –«el pueblo español», no ‘los pueblos de España’– de derechos, deberes y libertades. En el mismo Título Preliminar, Artículo 9, aparece otra noción esencial, que es la garantía del principio de legalidad, de la jerarquía normativa, de la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos y del sometimiento imperativo de éstos, como también de todos los ciudadanos, a la ley fundamental y al resto del ordenamiento. No es nada nuevo, aunque nuestra preclara dirigencia finja desconocerlo: se trata de la base doctrinal primaria del Estado de derecho. Ese artefacto sofisticado y complejo que el populismo pretende reducir a un simple correlato directo de la composición aritmética del Congreso. El modelo plebiscitario puro, sin ninguna clase de sometimiento a fueros, supervisiones, contrapesos o engranajes de control intermedio.

La invocación de esa soberanía impostada, que coincide de pleno con la reivindicación separatista, dibuja el marco mental de un cambio de sistema solapado. Representa el salto, por ahora sólo intencional, de un régimen liberal a uno iliberal o semiautoritario. Lo que de ningún modo resulta es casual: el Ejecutivo de Sánchez está asumiendo el molde ideológico de sus aliados. La presión sobre el Tribunal Constitucional, a la que Podemos ha añadido ya peticiones preventivas de desacato, entraña un desafío consciente a los preceptos reguladores del juego democrático. Y la acusación global de golpismo dirigida contra la oposición, la prensa o los magistrados es el comienzo de una estrategia de tensión electoral cuya clave apunta a la deslegitimación del adversario. Las hipérboles las carga el diablo. Y en España huele ya demasiado a ese azufre que derraman los demonios históricos cuando se los saca del armario.