EDITORIAL-ABC

  • Los socialistas renuncian a la autocrítica tras las elecciones gallegas y persisten en mantener un rumbo que les ha hecho perder gran parte de su poder territorial desde el año 2017

Es posible que la peor noticia para los intereses socialistas no llegara la noche del domingo con el recuento electoral de Galicia. Apenas unas horas después de conocerse el catastrófico resultado que hunde el suelo del PSdeG hasta los nueve escaños, los socialistas evitaron cualquier autocrítica que pudiera revertir la deriva iniciada, al menos, desde el año 2017. A nadie parece inquietarle que el PSOE haya dejado de ser un partido territorialmente hegemónico y que su espacio electoral comience a ser ocupado por sus socios. A nivel nacional, Pedro Sánchez tiene el dudoso honor de haber cosechado los dos peores resultados de la historia de su partido en unas generales, con los 90 diputados obtenidos en el año 2015 y el mínimo histórico de 85 en el año 2016. Sin embargo, fue a partir de los pactos con los independentistas que le condujeron a la Presidencia del Gobierno cuando la desconexión del Partido Socialista con la España de las autonomías se hizo definitiva.

Uno de los mantras más habitualmente empleados por los analistas próximos a La Moncloa es que el PSOE es un partido vertebrador y sensible a la España plural. Sin embargo, los datos no sólo desmienten esa retórica, sino que demuestran que desde que Pedro Sánchez decidió renaturalizar su partido a través de pactos insólitos se ha dilapidado la implantación y el dominio territorial del que el socialismo hizo gala en otro tiempo. Entre 2017 y 2024 el Partido Socialista ha pasado de gobernar siete autonomías a mantener el control sólo en tres territorios. En este declive se cuenta, además, la pérdida de comunidades tan señeras para el socialismo como Andalucía. El dato se agrava aún más cuando se constata que de las tres comunidades gobernadas por el PSOE (Asturias, Navarra y Castilla-La Mancha) sólo García-Page mantiene una mayoría absoluta. Es decir: el único barón territorial que preserva su hegemonía es aquel que, según el ministro de Transportes, se encuentra en el «extrarradio» de la formación y que impugna el modelo de partido defendido por Sánchez. Si los datos de control territorial se extrapolan al ámbito económico, la circunstancia se agudiza y descubrimos que el Partido Socialista ha pasado de gobernar territorios que suponían un 36% del PIB a quedar reducido a un 7%, lo que evidencia una pérdida de influencia relativa incontestable. Aún más demoledor es el dato en términos poblacionales, donde los socialistas habrían pasado de presidir autonomías en las que vivía un 43% de la población española a conformarse con un 8%.

Estos datos no sólo constituyen una debacle sin paliativos, sino que suponen una verdadera transformación del modelo. El PSOE fue uno de los dos pilares sobre los que se construyó nuestro pacto constituyente, pero con la llegada de Sánchez su influencia autonómica ha ido mermándose paulatinamente. La legitimación de fuerzas como Bildu o Junts ha quebrado parte de su identidad histórica y, sobre todo, ha permitido que los nacionalismos periféricos acaben ganando más protagonismo, como se ha visto en Galicia. Sabíamos que el PSOE de Sánchez era un partido capaz de gobernar a cualquier precio con cualquier socio, utilizando el Código Penal como moneda de cambio cuando ha hecho falta. Lo que ahora también se hace evidente es que, en su huida hacia adelante, este exótico rumbo puede acabar desarticulando el partido que más poder llegó a concentrar en toda la historia de nuestra democracia. Desde que llegó Sánchez, los socialistas sólo han cosechado resultados razonables en Cataluña. Pero asumir la realidad catalana como el patrón de medida de la España de las autonomías es, probablemente, uno de los errores tácticos más significativos de este nuevo PSOE.