Editorial-El Debate

  • Los socialistas se han convertido en cómplices y blanqueadores de un líder que, simplemente, amenaza a la democracia

El PSOE celebra su Congreso Federal en Sevilla en medio de una sangrante paradoja: mientras su líder está acorralado por la corrupción, las instrucciones judiciales, las investigaciones policiales, el desafecto ciudadano y las revelaciones periodísticas; el partido ha suscrito con infinito sedentarismo el discurso y la burda estrategia que le impone un aspirante a autócrata.

Que básicamente consiste en negar las evidencias y atacar, con una agresividad predemocrática, a toda aquella institución, poder del Estado, representante de la sociedad civil que simplemente sitúe a los socialistas frente a su tétrico espejo.

Los partidos políticos tienen una importancia fundamental en un sistema democrático, pues son la herramienta práctica en el día a día de los ciudadanos, en su calidad de representantes del voto delegado que ellos solo pueden ejercer cada cuatro años: en su nombre se dirigen las instituciones, se legisla, se aprueba y gestiona un presupuesto y, en definitiva, se modela un país.

La antítesis entre el poder que representan y la autoritaria manera de ejercerlo de Pedro Sánchez es uno de los grandes problemas de la política española actual, pues en el sometimiento absoluto de una organización a los intereses de una persona va incluido, de algún modo, el doblegamiento del propio Estado de derecho.

La sumisión de todo el PSOE a Sánchez no elimina solo, en consecuencia, la libertad interna de la organización, sino que degrada el conjunto del sistema democrático y arrincona los valores de libertad, justicia, transparencia y rendición de cuentas inherentes a la actividad pública.

Por todo ello los militantes y compromisarios socialistas tienen una responsabilidad que excede del ámbito orgánico y les sitúa frente a la ciudadanía, a la que puede auxiliar o terminar de humillar si siguen las consignas de un mal presidente del Gobierno, siempre capaz de renunciar a sus obligaciones políticas, legales y morales más elementales si a cambio sobrevive en un puesto que no merece. El seguidismo de la pequeña familia socialista, compuesta por unos pocos miles de militantes utilizados por Sánchez a tiempo parcial y comandados por dirigentes que sacrifican su integridad para mantener su salario, es un problema de Estado.

Y lo mínimo que cabe hacer es situarla ante su verdadera realidad: o se rinde a Sánchez o defiende la democracia española, amenazada por un personaje que no ha dudado en sacrificar, entregar y renunciar a cualquier principio con tal de alcanzar sus lamentables objetivos personales.

El PSOE ya ha dejado de ser un partido convencional, de hecho, para mutar en una organización mimética con el perfil sectario, excluyente y con tintes incluso mafiosos de quien lo encabeza, capaz tanto de utilizar al Estado para perseguir a líderes políticos decentes como a dejarles impunes para comprarse su respaldo. Y solo volvería a serlo si recupera la independencia de sus bases, el valor de sus dirigentes y la decencia perdida. Algo que, hoy en día, simplemente se antoja imposible.

La confirmación de que la Moncloa urdió una operación de destrucción de Isabel Díaz Ayuso en connivencia con la Fiscalía General, constatada por Juan Lobato, confirma esa deriva y hace imprescindible denunciarla y combatirla. Desde 1978, no se había visto nunca un comportamiento tan lesivo de la democracia y tan dañino para la convivencia que, de no vivir bajo la excepcionalidad sistémica del llamado ‘sanchismo’, provocaría la inmediata dimisión de este presidente ignominioso.