EDITORIAL-EL ESPAÑOL

Durante los años del plomo, Nicolás Redondo Terreros fue uno de los nombres más representativos y valientes del socialismo y el constitucionalismo español en el País Vasco. Comenzó su militancia en 1975. Fue secretario general de los socialistas vascos entre 1997 y 2001. Y este jueves ha sido expulsado por decisión del Comité Ejecutivo Federal del partido. La medida parece indisociable de sus amargas críticas contra las alianzas parlamentarias de Pedro Sánchez, pero también del estado de un PSOE que se desangra por sus raíces.

La expulsión de Nicolás Redondo Terreros, hijo del histórico sindicalista y socialista vasco Nicolás Redondo Urbieta, está cargada de simbolismo y significado. Da cuenta de la problemática relación del PSOE actual con la crítica y la autocrítica. Y, ante todo, demuestra el profundo abismo que separa el PSOE de Sánchez del PSOE de Felipe González, surgido del Congreso de Suresnes y esencial para la consolidación de la democracia en España.

El proceso de ruptura comenzó con José Luis Rodríguez Zapatero, ahora convertido en el gran valedor del sanchismo. Pero la debilidad parlamentaria de los últimos años está acelerando la deriva de un partido con menos y menos vestigios de moderación, más y más ajustado a la medida de Sánchez, peligrosamente sostenido por la extrema izquierda y los independentistas vascos y catalanes, y radicalmente opuesto a los pactos de Estado con la otra fuerza mayoritaria y de vocación centrista: el Partido Popular.

Desde la llegada de Sánchez, en fin, se han multiplicado las evidencias de dos partidos diferentes en su relación con la Transición, la Constitución y los grandes consensos que han dado los mejores 45 años de paz social y prosperidad de la historia de España. Y la aparente disposición de Sánchez a atender las exigencias del prófugo Carles Puigdemont, con la amnistía y el referéndum de autodeterminación catalán sobre la mesa, ha constatado otra realidad doble.

Puede que el apoyo electoral al PSOE haya caído en los últimos años. Pero es suficiente para respaldar la hoja de ruta de Sánchez. Una hoja de ruta que antepone los acuerdos de calado con EH Bildu y ERC que con el PP. Y que prefiere discutir la legitimidad del Estado de derecho y la Constitución Española con un golpista a repetir unas elecciones que puedan reducir sus opciones de mantenerse en la Moncloa.

Todo esto explica la desazón y la angustia del otro PSOE. El expresidente González reconoció que le «costó» votar a su partido en las últimas generales. El exvicepresidente Alfonso Guerra apoyó una movilización cívica contra la amnistía y deseó que acuda «mucha gente». Y otros históricos del partido, como el censurado Redondo, animaron a evitar a los populistas y nacionalistas para tender la mano a Feijóo. Sin embargo, sus posturas cotizan a la baja dentro del PSOE. Y esto conduce a una última reflexión.

Hay más lamentos por la marcha de Redondo y alabanzas a González y Guerra en las filas del PP que del PSOE. Y reina la sensación de que, si Sánchez corta los últimos hilos con el pasado del partido, se debe a una razón. No le pasa factura. Al PSOE de Suresnes ya sólo le queda un aire de nostalgia, más autoridad moral que influencia política, y parece incapaz de revertir un proceso que mantiene con pulso al sanchismo a riesgo de llevarse España por delante.