Juan Carlos Viloria-El Correo

La gente parece optar por unas nuevas elecciones y dejar las cosas más claras. Entre tanto, se la ve a gusto con un presidente interino

En una democracia populista la cuestión primordial es descifrar lo que quiere el pueblo. Democracia populista, entendida no de forma peyorativa sino instrumental. Aquella en la que están en liza varias fuerzas políticas de las que ninguna alcanza la mayoría. Y en la que todas hablan en nombre del pueblo. De la gente. A juzgar por los hechos que acontecen desde la celebración de las elecciones generales en España con fracaso de la investidura del único aspirante y la parálisis consiguiente, cabría deducir que el pueblo está a gusto con el vacío.

Pero el vacío de poder, aunque para los promotores de aquel lema del 15-M («No nos representan») pudiera ser la mejor alternativa, no es operativo en una democracia. En Navarra, contra toda lógica cartesiana porque los dos partidos no nacionalistas sumaban una mayoría holgada, optaron por resolver que el pueblo quería otra cosa. No se sabe muy bien todavía el qué. Pero ya se irá viendo. La fórmula elegida, y según los ganadores la deseada por el pueblo, ha sido: presidenta, la candidata del segundo partido a más de la mitad de distancia del primero, asociada con todas las fuerzas que gobernaron en la anterior legislatura y que resultaron derrotadas en las urnas.

Al final, la gente quiere lo que quieran los que pueden sumar la mitad más uno. Porque como dice Jacques Juliard, ensayista y editorialista de ‘Le Nouvel Observateur’, en democracia las batallas políticas son batallas de vocabulario donde el vencedor es capaz de apropiarse a su favor del significado de las palabras clave del momento. Por ejemplo: progresista; plural; democrático. Y por encima de todas: el pueblo. Esa es la llave del tesoro.

¿Pero quién es el pueblo? El pueblo puede ser la parte de la sociedad más activa, los más agitadores o los más radicales. O los que están más presentes en la opinión mediática. Pero también puede ser la mayoría silenciosa que prefiere echar la tarde viendo ‘Sálvame’ antes que las tertulias políticas de otras cadenas. El pueblo se identifica mediáticamente hablando con lo que vendría a ser la ‘izquierda progresista’. Y se la apropian los más demagogos que la utilizan con destreza para justificar sus intereses particulares. Pero en una fase de democracia descreída en la que parece que los representantes electos no representan al pueblo, en la que las instituciones han perdido la consideración popular, nadie puede decir en realidad lo que quiere la gente.

Los videntes de la Moncloa aseguran que el pueblo quiere que Sánchez sea presidente para los próximos cuatro años y que forme un Gobierno progresista que mire al futuro y no al pasado. Pero la realidad parece ser otra. La gente, antes que dejar vía libre a Pedro Sánchez con 123 escaños de 350, parece optar por volver a las urnas y dejar las cosas más claras. Entre tanto, se le ve a gusto con un presidente interino y un gallinero político que intenta descifrar la voluntad mayoritaria llevando el agua a su molino.