José María Lassalle-El País
- El populismo cesarista es una dictadura encubierta. Convierte la democracia en víctima de un sumatorio de malestares para afianzarse como la única alternativa frente a la decadencia y el desorden de una sociedad fragmentada
Los populismos evolucionan hacia su personalización cesarista. Las tensiones del siglo XXI lo propician y el miedo favorece la emergencia de un mesianismo redentor democrático. Sobre todo cuando el pueblo, como sujeto político, se siente huérfano de seguridad y certidumbres y la democracia liberal muestra signos de precolapso debido a la fatiga y el estrés de sus resistencias institucionales frente a la adversidad que nos asedia desde el 11-S a nuestros días.
Esto es especialmente acusado en Europa y Norteamérica, donde la democracia evoluciona hacia un estado psicológico de excepción que justifica los desbordamientos de la legalidad y la interrupción de los controles liberales que velan por la limitación estructural del poder. Lo explica muy bien Enrique Krauze en su excelente El pueblo soy yo, ensayo en el que reflexiona sobre el populismo como síntoma de la fragilidad democrática ante situaciones como las que padecen las sociedades abiertas en este proceso de tránsito del siglo XX al XXI. Una fragilidad que se va haciendo cada día más evidente. Sobre todo al perder el liberalismo apoyos sociales y voces autorizadas que sintonicen con sus ideas. De hecho, Krauze es uno de los últimos vestigios de un liberalismo casi de museo, que diría su maestro Cossío Villegas. Un liberalismo cuestionado por el neoliberalismo y opado por un bonapartismo posmoderno que lo jibariza, y cuya nómina configura una epigonía minoritaria, pero prestigiosa, que forman autores como Mark Lilla, Ramin Jahanbegloo, Amartya Sen o Michael Ignatieff.
Precisamente esta debilidad liberal explica no solo los auges populistas, sino sobre todo esa vuelta de tuerca personalista y emocional que denuncia Krauze a través del progreso de un cesarismo que emerge como salvación de la democracia cuando esta evidencia sus contradicciones y cuando se hace inviable la articulación de consensos debido al enfrentamiento visceral y enemistado de los actores partidistas. Y es que cuando la centralidad reformista y racionalizadora no es mayoritaria y los extremos concentran su visceralidad opositora, la confianza en la institucionalidad democrática cede ante las urgencias de una sociedad que necesita respuestas a la ansiedad de un tiempo que se percibe como una experiencia apocalíptica.
Un líder transformado en pueblo persigue la salvación de la sociedad en medio de zozobras
Lo explica muy bien el profeta del cesarismo hispano, Donoso Cortés: “Cuando las sociedades no están dominadas por un pensamiento común que sirva de centro a todas las inteligencias, cuando no reconocen un dogma o un principio bastante poderoso para imprimir un carácter de unidad a todos sus esfuerzos para establecer su apetecida concordancia entre todas las voluntades, las sociedades son víctimas de una decadencia precoz, su vida orgánica se entorpece, su vida intelectual se apaga, el individualismo las invade, un malestar íntimo y profundo las devora y un estúpido indiferentismo consume su perezosa y lánguida existencia”. De la mano de este diagnóstico, el populismo cesarista desarrollaría el minado crítico de la institucionalidad democrática cuestionando su oportunidad, para afianzarse como la única alternativa frente al desorden y la decadencia. Algo que los líderes cesaristas ensayan en sus propuestas de compromiso personal con el pueblo, mostrando así que comparten con él la piel de un malestar reactivo que busca enderezar el curso de los acontecimientos.
Las claves de este compromiso son siempre las mismas: propiciar el orden y ofrecer seguridad. Una diarquía que el líder asume dentro de una lógica decisionista que busca un cuerpo a cuerpo frenético e hiperactivo con la realidad y sus aristas. Un decisionismo democrático que no impugna la democracia sino que le rinde cuentas a través de la relación directa que entabla el líder con el pueblo. Un líder que se transforma en pueblo y persigue la salvación de la sociedad en medio de sus zozobras.
La enfermedad populista se expande mediante un desbordamiento de la política
Esta rendición de cuentas se ciñe a cumplir con eficacia su compromiso con el orden y la seguridad. Orden frente al caos de una sociedad fragmentada que ve en la alteridad una amenaza y en la tolerancia hacia los otros una debilidad, de ahí la tendencia a desarrollar una nacionalización ideológica de la experiencia ciudadana que ve en la homogeneidad una fortaleza y en la unidad una muestra de salud comunitaria. Y seguridad frente a la incertidumbre económica y política que surge de no encontrar respuestas políticas que ofrezcan bienestar material y social a una sociedad neurotizada que ha perdido las vigencias del pasado y que solo se piensa a sí misma desde una experiencia colectiva en tiempo real.
Por eso, el cesarismo es una dictadura encubierta que excepciona la legalidad. Y es que como defiende Donoso Cortés, el maestro de Carl Schmitt: “Cuando la legalidad basta para salvar la legalidad, la legalidad; cuando no basta, la dictadura”. Conmovida en sus cimientos, la democracia es, de este modo, víctima de un sumatorio de malestares que el populismo convierte en un derecho a la venganza de quienes lo sufren y que algunos piensan que puede ser convertido en un activo político transformador mediante la dictadura democrática, esto es, mediante el cesarismo. Algo que, de un modo u otro, se ensaya en estos momentos en Occidente a través de diversas modalidades de liderazgo cesarista. Modalidades que actualizan la reflexión que Gramsci hizo sobre el cesarismo progresista o reaccionario a principios del siglo XX y que sigue la estela del 18 de Brumario de Marx.
¿Cómo desactivar esta tentación que se apoya en las sombras que actúan desde el inconsciente colectivo de unas democracias que se sienten acosadas en sus fundamentos más primigenios? Respuesta casi estéril en estos momentos cuando la enfermedad populista se hace más fuerte y se expande mediante un desbordamiento de la política que infecciona al conjunto de los partidos y a la sociedad misma. Quizá solo quepa esperar y seguir fieles al indeterminismo y relativismo crítico que está en la raíz del pensamiento liberal. La apelación que hace Krauze en su libro al ejemplo de Sócrates y su poder crítico es por ahora el único consuelo que nos queda a los liberales. Eso y esperar, pues, como decía Heródoto: “Ningún hombre que comete injusticia dejará de pagar su culpa”. Algo que el cesarismo es consciente de que no puede ocultar porque se funda en la culpa de saberse redentor de una sociedad que lo hace líder para trascender sus propias culpas e injusticias. ¿Cuáles? Las que abonan el malestar del populismo y que, como concluye Krauze, solo podrá derrotar: “La palabra libre, razonada, transparente y veraz”.
José María Lassalle fue secretario de Estado de Cultura y de Agenda Digital. Es autor de Contra el populismo. Cartografía de un populismo posmoderno (Debate).