FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR / Dir. Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad, ABC 27/01/13
« Los hechos no son gran cosa; sólo le confiaré impresiones», así respondía uno de los personajes más inquietantes que creó Wilkie Collins, al interrogatorio con el que se abre Elhotelencantado. La tarea del historiador tampoco consiste en relatar una arbitraria secuencia de acontecimientos, sino en informar de su sentido, en describir la forma en que han sido vividos y ponerlos en su sitio. Esa labor a la que algunos hemos dedicado ya muchos años, esa minuciosa tarea de poner el pasado en su lugar, nos da cierta autoridad para saber, a estas alturas, que nuestra alarma por determinadas cuestiones no es el fruto del prejuicio, sino el resultado de nuestra experiencia.
Porque quizás sea ésta la ocasión histórica en que de un modo más tenaz se ha procedido a la impugnación de España, realizada desde las mismas esferas institucionales que fueron pensadas para su representación y permanencia. Y este asalto a la raíz misma de la que brota cualquier derecho posterior, que es la existencia de una nación constituida por la voluntad libre de sus ciudadanos y por la conciencia de una tradición común, se nos propone con la dócil apariencia de un hecho consumado, pero también con la decidida intención de impresionarnos y la insensata vocación de amedrentar. La declaración aprobada por el Parlamento de Cataluña el 23 de enero contiene la tramposa vehemencia de la reivindicación. Alzándose de puntillas sobre la inspiración de los textos iniciales del mundo contemporáneo, a este documento farsante sólo le faltaba indicar sobre qué verdades evidentes deseaban basar su declaración de independencia quienes aspiran a ser futuros padres fundadores de la patria. No será, desde luego, sobre esa retahíla de sucesos del pasado, enhebrada con singular torpeza y sublime ignorancia para enlazarla con una lectura de la transición que nadie en sus cabales puede tomarse en serio. No será con ese insulto a la inteligencia, al rigor histórico y a la memoria, con que esa declaración se presenta, al mismo tiempo, como continuación y como alternativa a la España que construimos al despuntar la democracia.
Con turbadora insolvencia intelectual, el nacionalismo catalán revela ahora que el Estado de las autonomías y el Estatuto, que llamaron a votar con entusiasmo político y sin reserva de conciencia, era sólo la etapa inicial de un trayecto que termina en la negación de la misma soberanía que entonces se exaltaba: la de todos los ciudadanos españoles. Salvemos de esa farsa a una Esquerra Republicana que, por aquel entonces, destinaba la voz de su único parlamentario en las Cortes —tal era la potencia del soberanismo catalán en «Quizás sea ésta la ocasión histórica en que de un modo más tenaz se ha procedido a la impugnación de España, realizada desde las mismas esferas institucionales que fueron pensadas para su representación y permanencia. Y este asalto a la raíz misma de la que brota cualquier derecho posterior, …se nos propone con la dócil apariencia de un hecho consumado, pero también con la insensata vocación de amedrentar» 1977— a declarar su ánimo independentista.
El nacionalismo catalán ha afirmado ahora todo lo contrario a lo que entonces expresó con ejemplar firmeza. La declaración no proclama la independencia, pero acaba con la ambigüedad de pegatina del famoso derecho a decidir. Pues se da por sentado, tras una farragosa exposición de hechos históricos, que solo revelan la enfermiza inclinación del nacionalismo a confundir las churras de las instituciones medievales con las merinas de los conceptos políticos democráticos, que Cataluña es un territorio soberano con una larga trayectoria nacional, de la que desaparecen, por arte de magia, las once ocasiones en que desde 1977 los catalanes han votado, en uso de su derecho de ciudadanos españoles, a sus representantes en las Cortes. De haberse realizado en defensa de la nación española, esta crónica de sucesos habría provocado una justificable indignación en quienes no desean basar sus derechos actuales ni sus expectativas de futuro en una trama legendaria donde la historia no existe como tradición rigurosa, sino como ficticio anacronismo. ¿De qué otro modo puede entenderse que el Parlamento catalán ponga a la misma altura una institución del siglo XIV y una manifestación callejera de comienzos del XXI? ¿De qué otra forma podemos considerar del mismo rango el impacto en España de la guerra de los Treinta Años y la movilización de los demócratas en la transición?
Como no podía ocurrir de otra manera en la cultura nacionalista, el pasado es sólo un arma de destrucción intelectual masiva. La historia no se concibe para explicar lo que ocurrió sino para convertirla en metáfora de una identidad colectiva invulnerable. Pero se ha hecho algo más. El Parlamento catalán no sólo ha quebrado la posibilidad de una adaptación constitucional a circunstancias y demandas nuevas, sino que ha laminado las bases de la cohesión social y política de los catalanes, que siempre ha estado en el reconocimiento de una misma soberanía nacional. Al romper el pacto constitucional, no se emprende el camino del perfeccionamiento, sino la senda de la segregación. Y la Cataluña independiente hará de su soberanía recién declarada un acto fundacional permanente, no un compromiso de circunstancias a revisar porque, al contrario de lo que sucede con una parte significativa de los españoles, los nacionalistas catalanes sí saben lo que no puede ser objeto de revisión que es, ni más ni menos, que esa conciencia persistente de haber sido y esa indomable esperanza de aspirar al futuro.
A causa de la superioridad moral que nuestra izquierda ha concedido obstinadamente al nacionalismo, parecemos haber olvidado que no estamos en un debate entre quienes desean realizar la plenitud democrática de un pueblo y quienes ponen reparos a una aspiración elemental. Nada hay de eso, nunca lo ha habido. Lo que existe es la inaudita propuesta de negarnos a todos la posibilidad de seguir siendo españoles, no la pretensión de satisfacer el deseo de algunos de ser solamente catalanes. No es un debate entre demócratas perfectos y autoritarios defectuosos, sino el que surge de una idea peregrina planteada justamente ahora, nunca antes. Precisamente en unos tiempos en que a la crisis devastadora que ha desmoralizado a nuestra sociedad se ha sumado el desprestigio de sus instituciones nacionales y el debilitamiento de la voluntad colectiva que las sustenta.
Hace doscientos años, empezó nuestra tarea de identificar España con la libertad de todos sus ciudadanos; la labor de entendernos solamente a través de nuestros derechos, convertidos en la realización histórica apropiada y fascinante de una nación moderna. Ahora, ese viejo concepto, que creíamos haber culminado en el actual modelo constitucional, debe seguir alentando a pesar de estos malos tiempos en los que a las dificultades de nuestra economía y al drama cotidiano de nuestra fractura social, se ha añadido un riesgo más grave, que es el de dejar de ser lo que hasta ahora hemos sido. Una nación de ciudadanos libres que nunca, en los tiempos en que la soberanía popular ha adquirido su sentido moderno, había llegado a cuestionarse o a dudar de sí misma. En el fondo de muchos de nosotros vibra esa conciencia, palpita esa condición, enfrentada a la temeraria estulticia y a la desvergonzada deslealtad de quienes están poniendo España a oscuras. En esa penumbra hostil, brilla aún nuestra voluntad y nuestra fuerza tranquila, nuestro coraje democrático y nuestra afirmación de un derecho al que no renunciaremos. Palpita como nuestra vida en común ante la ciega adversidad, fieramente existiendo. Como un pulso que golpea las tinieblas.
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR / Dir. Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad, ABC 27/01/13