Refranero

JON JUARISTI, ABC 27/01/13

· Los refranes no se hicieron para la política, y su uso en la misma devasta la democracia parlamentaria.

Es la nuestra una cultura que ha pasado de pre a postalfabética en poco menos de medio siglo, y seguimos prefiriendo la enciclopedia tribal a la argumentación. Aquí todo el mundo te endiña un refrán en cuanto te descuidas, «como no podría ser de otra manera» (para que no falte la muletilla de moda). Refranes y muletillas componen un discurso público elusivo, que evita tocar la realidad. Un fragor vacío, ni siquiera castizo. No hace mucho, el pueblo de los campos encadenaba fórmulas sentenciosas con elegancia y propiedad, y el ingenio verbal de la plebe urbana deslumbraba a los escritores. Pero el campo ha desaparecido, y la gente habla como los políticos y los presentadores de televisión, dos pésimos modelos.

Cuando, entre las dos guerras mundiales, Albert O. Lord estudió sobre el terreno los recursos orales de los cantores épicos de Yugoslavia, advirtió que cada uno de ellos almacenaba en su memoria varios miles de frases hechas, expresiones lexicalizadas —clichés, si se prefiere llamarlas así— que combinaban a discreción al repentizar sus canciones. El acervo de refranes que cada campesino español guardaba bajo la boina o el pañolón no era menos prolijo y abarcaba todas las adversidades climáticas y patológicas imaginables, a las que subvenía con los remedios de un saber empírico y tradicional. Porque los campesinos se preocupaban por la meteorología y la salud, no por la política.

El uso político del refranero devasta la democracia parlamentaria, cuyo fundamento no está en el repertorio de conocimientos prácticos heredados de los tatarabuelos, sino en lo que los griegos llamaban la parresía, es decir, la libre expresión, que no sólo implica franqueza, sino también finura de análisis y capacidad de persuasión. Es tan difícil su ejercicio que los primitivos cristianos llegaron a considerarla un don del Espíritu Santo. En su versión secular constituye un oficio cuya técnica (o arte, que es lo mismo) intentaron definir los más grandes pensadores de la historia, desde Aristóteles a Max Weber, pasando por Descartes. Pero los políticos españoles han optado por la vía cazurra, salpimentando con moralina los restos de sabiduría aldeana que han recibido por ósmosis (el refranero siempre fue ajeno al moralismo).

Es obvio que, en la situación presente, cuando ni los mercados funcionan como teóricamente deberían funcionar —según la economía ortodoxa— ni la austeridad frena la destrucción de empleo, el mayor problema de credibilidad que tiene el gobierno no deriva de la inconsistencia de las previsiones de recuperación a corto plazo. Ni siquiera del afloramiento de las corruptelas, por más que suponga merma del prestigio de la casta política en su conjunto. Lo que resulta insostenible es la compatibilidad de una exigencia general de sacrificio con el discurso de la competitividad desaforada, que no fue un invento del PP, sino de la socialdemocracia felipista (aquel «¡enriqueceos!» que el ministro Semprún tomó en préstamo a Guizot y que todos los logreros de España, desde las cabañas a los palacios, interpretaron como una invitación a barra libre). Porque pasar de «el que más chifle capador» o «el que venga detrás que arree» al horaciano dulceet decorumestpropatriamori, más que difícil, resulta imposible. El discurso de la responsabilidad compromete a la persona, no a la tradición folclórica, y se queda en gorgorito lírico si no apela al bien común. Si se insiste en explotar políticamente el refranero, que se explicite al menos el sentido de su uso. Que cada palo aguante su vela no resuelve nada si no se sabe a dónde hay que llevar el barco y para qué, mientras siguen cayendo al agua tripulantes y pasajeros.

JON JUARISTI, ABC 27/01/13